San Rafael, Mendoza 06 de julio de 2025

Conciencia y Consciencia – Por:.Rogelio López Guillemain

Tanto la conciencia como la consciencia, son indispensables en el desarrollo del ser humano como método para alcanzar la mayor expresión de sí mismo.

La palabra consciencia tiene su raíz latina en sciere, que quiere decir discernir, ser capaz de separar una cosa de otra con el entendimiento.  A su vez sciere tiene una raíz indoeuropea skei que quiere decir cortar, rajar.

En la RAE, consciencia se define como la: “capacidad del ser humano de reconocer la realidad circundante y de relacionarse con ella, conocimiento inmediato o espontáneo que el sujeto tiene de sí mismo, de sus actos y reflexiones, conocimiento reflexivo de las cosas, acto psíquico por el que un sujeto se percibe a sí mismo en el mundo”.

La identificación del YO como algo individual y propio, separado del resto de la existencia; es condición indispensable para poder llevar adelante la enseñanza máxima de Sócrates “conócete a ti mismo”.

La consciencia sólo es posible de alcanzar por medio de la razón y de su herramienta fundamental para procurar la constatación de las verdades provisorias, la lógica.  La razón identifica como verdadera, aquella sentencia que presenta conformidad con la realidad; realidad que en el plano físico percibimos por medio de los sentidos.

Pero el ser consciente no es meramente contemplativo, también lo es en acto.  La acción humana conlleva necesariamente un hecho valorativo y racional; lo irracional o instintivo es reacción.

Al respecto decía Ludwig von Mises: “la función biológica de La Razón es el preservar y el promover la vida y el retrasar su extinción todo lo que sea posible. Pensar y actuar no son cosas contrarias a la naturaleza; son, más bien, las características sobresalientes de la naturaleza del hombre”.

Dijimos también que la acción es un hecho valorativo, diferente al valor sensitivo que compartimos con el resto de los animales; la presencia instintiva de un valor la percibimos como placer y su ausencia como dolor.

Decía Ayn Rand que “los valores son el poder motivador de las acciones del hombre y una necesidad para su supervivencia, tanto psicológica como física”.  Esto nos conduce a la afirmación de Ludwig Von Mises que señala que “el hombre, al actuar, opta, determina y procura alcanzar un fin. De dos cosas que no pueda disfrutar al tiempo, elige una y rechaza la otra. La acción, por tanto, implica, siempre y a la vez, preferir y renunciar”.  La acción humana siempre es un acto de valor.

Aplicando estos conceptos a la relación entre valores y vida en comunidad, Alberto Benegas Lynch (h) dice: “la experiencia muestra que no es conducente para la cooperación social y la supervivencia de la especie (y la propia) que unos se estén matando a otros, que se estén robando, haciendo trampas y fraudes, incumpliendo la palabra empeñada y demás valores y principios que hacen a la sociedad civilizada”.  De allí deviene la lógica del aforismo “no hagas al otro lo que no quieres que te hagan a ti”.

Es por ello que un valor ético es un imperativo individual; más allá de poder convertirse en una  imposición moral, derivación lógica de nuestra condición de animal social y racional.

Del mismo modo que existe una correlación entre realidad-razón-consciencia (verdad); existe una correspondencia entre valor-ética-conciencia (juicio).  Este paralelismo se aplica también en el fracaso del acto humano (razón y ética respectivamente), la negación o ceguera de la consciencia deriva en falsedad y  la de la conciencia en remordimiento o sentimiento de culpa.

Así como la consciencia (verdad siempre provisoria) nos aproxima a la realidad, la conciencia nos emparenta con el valor.

 Es interesante el derrotero etimológico del termino conciencia.  Su origen se remonta al adjetivo latino conscius (conocimiento compartido, confidente, incluso cómplice) de este se deriva el sustantivo conscientia (conocimiento global y completo, autoconocimiento global de un ser humano, de su existencia y de su pensamiento, de sus actos y de la relación de sus actos con la moral).

Esta palabra aparece por primera vez, de la mano de Julio Cesar, en el siglo I A.C. en de bello civili (sin embargo este hecho ofreció ante todos una gran ofensa y desprecio para aquellos, y entendían que esto era si, tanto por las acusaciones de otros como también por el juicio propio de su país y la conciencia de su espíritu) y en de bello gallico, donde lo usa ya con idea de bien y mal y de voz de la conciencia.

A partir de los epodos de Horacio, sólo unos años después, el sustantivo se convierte en verbo “consciere” en referencia al aoristo griego que significa remordimiento.

La RAE dice que conciencia es el “conocimiento del bien y del mal que permite a la persona enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios”, también lo define como el “sentido moral o ético propios de una persona” y como el “conocimiento claro y reflexivo de la realidad”.

Acá la RAE nos juega una mala pasada en el análisis pues, por los usos y costumbres, utiliza indistintamente como sinónimos los términos ética y moral, y conciencia y consciencia; siendo que etimológicamente son claramente distintos.

La conciencia es un hecho ético individual, basado en los valores personales y cuya traición se paga con el sentimiento de remordimiento o culpa.  A diferencia de la observancia moral, basada en los usos y costumbres sociales y cuya felonía se paga con la vergüenza.

Ahora bien, ¿de qué manera descubre un ser humano el concepto de “valor”?, ¿a través de qué medios se da él cuenta por primera vez de la cuestión del “bien o el mal” en su forma más simple?   Indudablemente es mediante las sensaciones físicas de placer o dolor.  Así como las sensaciones son el primer paso hacia el desarrollo de una consciencia humana en el ámbito de la cognición, también son el primer paso en la formación de una conciencia en el ámbito de la evaluación.

Cuando el individuo es consecuente, es una persona íntegra.  Integro etimológicamente quiere decir “no tocado”, no mancillado ni corrompido, en estado puro.  Ese estado produce un sentimiento de orgullo.

En cambio, cuando el individuo traiciona sus principios o valores, sufre el peor de los castigos posibles; un castigo privado e interno que incluso puede pasar desapercibido a las personas a su alrededor: sufre de culpa o remordimiento.  Judas Iscariote fue su propio juez, el fiscal que lo acusó fue su conciencia, quien no precisó presentar testigos ni las 30  monedas de plata como prueba, sólo alcanzó con la presencia de sus valores éticos derruidos; su verdugo fue el remordimiento.

Remordimiento que según la RAE significa “pesar interno que queda después de realizar lo que se considera una mala acción”.  Etimológicamente re (hacia atrás) – mordere (morder, torturar) – miento (acción), hace referencia a un proceso introspectivo, en el que se coloca en un platillo de la balanza los actos y pensamiento propios, y en el otro los principios o valores éticos.

La felicidad es ese estado de consciencia que procede de alcanzar los valores de uno, alcanzar la felicidad es el más alto objetivo ético.  Pero la felicidad no se puede conseguir consintiendo caprichos emocionales. Felicidad no es satisfacer cualquier deseo irracional.  La felicidad es un estado de alegría no-contradictoria – una alegría sin pena ni culpa, una alegría que no choca con ninguno de tus otros valores y no actúa en tu propia destrucción; no es la alegría de escapar de tu propia mente, sino de usar al máximo su poder; no la alegría de falsear la realidad, sino de conseguir valores que son reales; no la alegría de un borracho, sino la de un productor.  La felicidad es posible solamente para un hombre racional, con objetivos racionales, valores racionales y que ejecuta acciones racionales.

Gentileza: Rogelio López Guillemain-rogeliolopezg@hotmail.com

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