Hacia 1900 se habían dado pasos de gigante para entender la dinámica de las epidemias, pero aún quedaba trabajo por hacer. Sobre todo, se desconocían muchas de las conductas de riesgo. Aun así, el caso de María Tifoidea sigue sobrecogiendo.
María Tifoidea (Typhoid Mary), claro, no se llamaba así. Antes de que la prensa la bautizara, era conocida por su por su verdadero nombre, Mary Mallon. Nacida en Irlanda del Norte en 1869, había emigrado a los quince años a Estados Unidos, donde comenzó a trabajar como personal doméstico. Pronto comprobó que ganaba mucho más empleándose como cocinera, y en 1900 consiguió su primer empleo como tal, en la casa de una familia de buena posición.
En 1906 seguía siendo cocinera, pero esta vez en la casa de veraneo de la familia de Charles Henry Warren en Oyster Bay (Long Island). Allí, el 27 de agosto, una de las hijas cayó enferma de fiebre tifoidea. El diagnóstico causó estupor entre los Warren: ese terrible mal, que asolaba los barrios populares de Nueva York, afectaba en mucha menor medida a los ricos, que tenían mejor acceso a alimentos en buenas condiciones y se manejaban en entornos de mayor higiene. Y sin embargo, fue sólo el principio: en el plazo de una semana, cinco personas más (la madre, otra hija, dos doncellas y el jardinero) cayeron enfermas. Lo sorprendente era que no se había registrado antes ningún caso en aquella localidad de veraneo, frecuentada incluso por el presidente Roosevelt. El casero, que temía no poder volver a alquilar la casa si la noticia se extendía, acudió al afamado Ingeniero Civil George Soper para que investigara el caso.
Así lo hizo, pero los resultados fueron negativos. Tras una exhaustiva comprobación, el agua y los alimentos, vías habituales de transmisión, fueron descartados. Pero Soper descubrió algo sorprendente: cada vez que Mary Mallon llegaba a trabajar a una casa, a los pocos meses aparecían casos de fiebre tifoidea que afectaban a varias de las personas que vivían bajo el mismo techo. Pero la misma Mary nunca había enfermado ¿Cómo era posible?
Soper fue a buscar a Mallon a su casa (ya no trabajaba para los Warren) para solicitarle una muestra de heces, pero la cocinera se negó a atenderle. Finalmente, el médico tuvo que conseguir una orden municipal y presentarse con cinco policías para, tras horas de forcejeo (según las crónicas, la mujer se enfrentó a la fuerza policial indignada y enarbolando un cuchillo o un tenedor), conseguir su objetivo. Cuando las muestras fueron analizadas, se confirmaba: contenían las bacterias que transmitían la enfermedad. El médico comprendió que Mary Mallon era una bomba biológica: difundía la fiebre, pero a ella no la afectaba. Esto, que no nos extraña en los tiempos del SIDA y tantas otras enfermedades en los que el portador puede no saber siquiera que contiene en su cuerpo el agente infeccioso, fue toda una revelación. Nunca antes se había registrado algo así, y este caso abrió una nueva vía para enfrentar las epidemias. Se calculó que Mary Mallon habría contagiado a decenas de personas en las siete casas en las que trabajó entre 1900 y 1907. Fue aislada en cuarentena en la isla de North Brother durante tres años, al final de los cuales María Tifoidea, como ya había sido bautizada por la prensa, fue liberada por un juez bajo la promesa de no volver a trabajar de cocinera.
Se supuso que probablemente Mary transmitía los gérmenes de la fiebre tifoidea al no limpiar sus manos de manera conveniente antes de manipular los alimentos. Como las elevadas temperaturas al cocinar habrían eliminado la bacteria, se pensó que uno de los postres de Mary podía ser el responsable: un helado con melocotones crudos congelados junto a la crema.
En 1915, un brote de fiebre tifoidea asoló una maternidad de Nueva York. Las pesquisas condujeron, de nuevo, hacia una cocinera, de nombre Mary Brown. Como pronto se demostró, no era otra que Mary Mallon, quien había roto la promesa y se había cambiado de nombre para volver a su antiguo oficio, el único con el que podía ganar suficiente dinero para subsistir. Ella nunca aceptó la acusación, y siempre proclamó su inocencia, aferrándose al hecho de que nunca había enfermado.
Esta vez, la condena fue definitiva, y fue puesta en cuarentena durante más de dos décadas, hasta su muerte en 1938, por una apoplejía, con 69 años de edad. En la autopsia se confirmó la persistencia de las bacterias en el interior de su cuerpo. Durante todo ese tiempo, se convirtió en la encarnación de la maldad para los abundantes periodistas que la visitaban para oír su versión; eso sí, los reporteros eran advertidos de que no le aceptaran ni siquiera un vaso de agua. Curiosamente, cuando murió, trabajaba de técnico de laboratorio en su hospital de reclusión.
Gentileza:Beatriz Genchi – beagenchi@hotmail.com
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
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