El prestigioso neurocientífico advierte del riesgo de la soledad crónica en nuestras sociedades que, en particular, golpea a los adultos mayores, y pide una intervención pública.
Si tenemos que definir en poquísimas palabras al cerebro humano, solemos decir que se trata, fundamentalmente, de un órgano social. De hecho, muchos investigadores sostienen que la evolución del cerebro humano fue impulsada en parte por la capacidad de la especie de vivir en grupos cada vez más complejos. Somos seres sociales y como tales tenemos que pertenecer a un colectivo.
Esto quiere decir que poseemos un deseo intenso de formar y mantener relaciones interpersonales duraderas y significativas.
Desde el inicio de la humanidad, las relaciones sociales cumplieron un rol clave para nuestra supervivencia. Vivir en grupo le permitió al ser humano organizar cacerías, recolectar alimentos, protegerse entre sí, crear refugios y aumentar la oportunidad de encontrar pareja, entre muchas otras cualidades fundamentales. Es por esto que, casi por cuestiones lógicas, cuando nos referimos a la soledad, estamos considerando una condición definitivamente contraria a la naturaleza del órgano que nos hace humanos.
En la actualidad, el rol de las relaciones sociales se ha expandido a escalas impresionantes. Sin embargo, en este mundo hiperconectado, en plena efervescencia de las redes sociales y de las comunicaciones instantáneas, son muchas las personas que se sienten solas. Las estadísticas indican que un cuarto de la población mundial manifiesta que no tiene con quién hablar. El aislamiento social se ha convertido en un gran problema de salud pública de nuestro tiempo. Tanto, que se llegó a postular que la soledad es una epidemia del presente (y del futuro).
A veces se suele pensar que la soledad es consecuencia de la timidez, la depresión, la introversión o las habilidades sociales deficientes. Pero los estudios científicos han demostrado que estas caracterizaciones son incorrectas: la soledad es una condición única en la que una persona se percibe a sí misma como aislada socialmente, incluso cuando está entre otros. Se trata de una experiencia emocional desagradable que se de-sencadena ante la discrepancia entre las relaciones interpersonales que uno desea tener y aquéllas que cree tener. De esta manera, sentirse solo no significa necesariamente estar físicamente solo.
¿Qué sucede cuando experimentamos esta percepción de soledad? Dejamos de sentir la protección y el cuidado del grupo y notamos una sensación de peligro. Se activa entonces en nuestro cerebro el antiguo modo de autopreservación.
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A partir de esta activación, se considera que el mundo es inseguro porque no contamos con la protección del grupo. Entonces aumenta nuestro estado de alerta ante posibles amenazas, generando así los síntomas de ansiedad y depresión. Además, se afecta el sueño, que se fragmenta y deja de ser un descanso reparador, aumenta también la activación del circuito del estrés y se debilita el sistema inmune. Asimismo, los estudios sugieren que, cuando nos sentimos solos, procesamos con mayor velocidad la información social negativa y, en consecuencia, como un círculo vicioso, tenemos una postura más hostil y defensiva en las interacciones sociales. Por su parte, trastornos conductuales como los comportamientos impulsivos, el alcoholismo, la irritabilidad e, incluso, las ideaciones suicidas pueden asociarse con la soledad.
Cuando la sensación de soledad se hace crónica, estos cambios biológicos traen consigo repercusiones negativas en la salud mental y física, como, por ejemplo, el riesgo cardiovascular. Debemos advertir que la soledad crónica es, en la actualidad, un importante factor de riesgo de mortalidad. Para comprender esto cabalmente, pensemos que, por ejemplo, la contaminación del aire aumenta un 5% las probabilidades de mortalidad; la obesidad, un 20%; y el consumo excesivo de alcohol, un 30%; mientras que se considera que la soledad crónica incrementa un 45% la mortalidad.
Los adultos mayores suelen ser el grupo con mayor riesgo de sentirse solos, ya que muchas veces están condicionados por factores como la pérdida de la pareja, vivir lejos de la familia y la falta de vínculos laborales que dan un significado e identidad social. Asimismo, numerosos estudios evidencian que el sentimiento de soledad actual afecta también a adolescentes, jóvenes, padres, personas con discapacidad y personas encargadas del cuidado de familiares.
Tenemos que preocuparnos por tener una vida social activa. Se ha encontrado que habría menos deterioro cognitivo en quienes tienen mayor actividad social. Así, podemos considerar dos grandes predictores de la expectativa de vida: las relaciones cercanas (a quien podemos pedir algo si lo necesitamos, quien nos acompaña al médico si estamos enfermos, a quien le contamos –y que sabemos que nos escuchará– nuestros problemas más sentidos, por ejemplo) y la interacción social (saludar amigablemente al mozo del bar cuando entramos a tomar un café, charlar con el diariero cuando compramos una revista, comentar el partido del día anterior con nuestro vecino).
Este contacto debe ser personal, ya que, lo sabemos bien, no es lo mismo interactuar en redes sociales o por chat que cara a cara. En las interacciones personales, se libera una cascada de mensajeros químicos –neurotransmisores– que refuerzan, así como las vacunas, nuestro sistema inmunológico para el presente y para el futuro. Por lo tanto, tenemos que propiciar este contacto social. Nos hace bien mirar a la cara a una persona, dar la mano o un abrazo. Y también le hace bien al otro. Se trata de situaciones que liberan oxitocina, bajan los niveles de cortisol, que reduce el estrés, aumentan los niveles de confianza y liberan dopamina, que nos produce sensación de placer e influye sobre el dolor.
Según las estadísticas, la soledad crónica es una problemática que está aumentando en los países industrializados, lo que trae como consecuencia un impacto en la salud física y mental de sus comunidades. Por eso, en países como el Reino Unido, se ha creado un Ministerio de la Soledad, cuyo objetivo es resolver los problemas sociales relacionados con esta epidemia a través de programas multidisciplinarios que aborden la cuestión habitacional, educativa, sanitaria y social. Alguno podría preguntarse por qué debería el Estado involucrarse
en algo tan íntimo. Precisamente, porque se trata de una institución que fue creada para cuidar y promover el bienestar de las personas a lo largo de toda la vida. Además, los problemas asociados a esta condición demandan muchos recursos a los sistemas de salud.
Las estrategias de intervención dirigidas a esta cuestión son indispensables. Una opción viable es ampliar las oportunidades para realizar trabajo voluntario para así promover la interacción social a la vez que se brinda colaboración con otras personas o causas, ambas muy beneficiosas para la sensación de bienestar. Sabemos que el altruismo activa circuitos del cerebro que producen placer, tanto como comer algo rico o ganar dinero. Además, el trabajo voluntario luego del retiro laboral ayuda a los mayores a mantener un propósito en la vida. Desde ya, es importante desarrollar estrategias amplias, y seguir recolectando estadísticas y evidencia sin perder de vista a las personas que sufren. El puente entre la ciencia y la política pública debe ser cada vez más fuerte. Y, en tal caso, dejar para el mundo de la literatura esa condena a cien años de soledad para ciertas estirpes sin siquiera una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Facundo Manes es doctor en Ciencias de la Universidad de Cambridge, neurólogo,neurocientífico, investigador del Conicet y del Australian Research Council (ACR) Centre of Excellence in Cognition and its Disorders, presidente de la FundaciónIneco y profesor de la Universidad Favaloro (Argentina), University of California San Francisco –UCSF–, Medical University of South Carolina (EE.UU.) y Macquarie University (Australia).
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