El primer censo nacional que se realizó en nuestro país fue en el año 1869 durante la presidencia de Domingo F. Sarmiento. Sólo informaré dos datos que arrojó, habitantes: 1.830.000, analfabetos: 87 por ciento. Un desastre.
Al conocer estos resultados, el famoso cuyano reunió a su gabinete de ministros y les anunció: “Señores. Ministros: ante los primeros datos del censo, voy a proclamar mi primera política de estado para un siglo: escuelas…escuelas…escuelas…”.
Sarmiento y los presidentes que lo siguieron (sobre todo hasta la década del 1940), comprendieron cual era el problema del analfabetismo de entonces. No lo ocultaron, no buscaron justificativos ni culpables en el prójimo. Aceptaron la realidad y se dispusieron a cambiarla. No pretendieron disimularla y mucho menos falsearla e intentar engañar a propios y extraños; tal como sucedió en el año 2015, con la expulsión de la Argentina (por tramposa) del último examen Pisa.
Ante esta dura realidad, Sarmiento y su generación tuvo el coraje y la determinación de estimular el esfuerzo e imponer la educación laica y obligatoria (en aquel tiempo probablemente, era el único camino que existía para transformarnos en una sociedad moderna y para que todos tuviesen la posibilidad de alcanzar un futuro mejor).
Logró convencer a la clase pudiente de la época, acerca del beneficio que representaba para ellos el invertir en la educación de toda la sociedad, así llevó la matrícula de alumnos de 30.000 a 100.000 en sólo 6 años.
Hizo construir edificios imponentes para albergar las escuelas, de modo que los alumnos supiesen que se podía vivir mejor que en un rancho y con ello estimularles su ambición de progreso y superación.
Vistió a todos los alumnos con guardapolvo blanco, no porque quisiera que todos fuesen iguales, sino como signo de igualdad de derecho, como signo de la ausencia de privilegiados ante el maestro.
Contrató maestras y científicos de punta para impulsar el saber y trajo el último avance tecnológico en educación del mundo, el pupitre.
Así fue, que para el censo de 1947, casi 80 años después, la población se había multiplicado por 9 (de 1.800.000 a 15.000.000) y el analfabetismo se había dividido por 5 (del 77% al 13%). Una proeza que no tiene equivalente en la historia de la humanidad.
Pero desde mediado del siglo pasado y sobre todo desde la recuperación de la democracia en 1983 (con el 2° Congreso Pedagógico Nacional), hemos perdido el rumbo y hemos retrocedido varios escalones.
En la actualidad, sólo se buscan terceros culpables de nuestros fracasos, se apela a justificaciones infantiles y resentidas, se promueve el facilismo, el igualitarismo y la demagogia. No hay aplazados ni sobresalientes, no hay mérito ni demérito, sólo una hipócrita indulgencia, una propensión a los amiguismos y sobre todo una profunda mediocridad.
Esta pobreza educativa ya la analizamos en el capítulo anterior, ahora pretendo ilustrar otro aspecto del problema de las aulas, la estrategia curricular.
Hasta mediados del siglo XX, el alfabeto, el saber leer y escribir, era esencial para la comunicación y el aprendizaje. Hacia fines del siglo XX, los avances tecnológicos redefinieron el concepto de analfabeto.
En la era de la globalización, de la informática y del internet, ya no alcanza con saber leer y escribir, es imprescindible saber inglés y sobre todo computación.
Hace 50 años alguien podría haber dicho “aunque no sepa leer ni escribir puedo comunicarme y aprender en forma oral”; este concepto, cargado de pobrismo, se puede trasladar a la actualidad diciendo “aunque no sepa ingles ni computación puedo comunicarme y aprender con papel y lápiz”.
Lo cierto es que el futuro está en el presente… y vuelve al pasado… Julius Yego un joven Keniata (conocido como Mister Youtube), al no tener quien le enseñase en su país la disciplina de lanzamiento de jabalina, lo aprendió a través de YouTube y en Pekín 2015 se consagró campeón del mundo.
En una entrevista Yego comenta: “No conseguí entrenadores que me guíen…Entonces empecé a buscar videos…Así empecé a usar un modo diferente de entrenamiento. Miraba ejercicios de gimnasio, ejercicios de flexibilidad y todo cambió…Mi entrenador soy yo y los vídeos de YouTube”.
El granjero canadiense Matt Reimer cuenta su experiencia: “Yo no entendía nada sobre programar, pero tomé un curso gratis online del MIT (Massachusetts Institute of Technology) sobre programación básica, en tan sólo tres meses ya me sentí capaz de trabajar un código para programar drones. Luego transformé un código de software libre y lo instalé en el tractor y programé la aplicación en el ordenador. De principio a fin fueron siete meses”
Amira Willighagen, una niña de apenas 9 años de edad, nos emociona en las redes al oírla cantar ópera como una profesional. Nunca tomó clases de canto convencionales, aprendió en Youtube.
El joven Timothy Doner, que con sus jóvenes 17 años ha aprendido 23 idiomas gracias a youtube y a Skype.
Todos estos casos son sólo algunos ejemplos, son pequeñas piezas de un rompecabezas que va formando una imagen tan novedosa como antigua; el aprendizaje personalizado.
En 1988, Bill Moyers entrevistó a Isaac Asimov (escritor, historiador y bioquímico ruso, exitoso y excepcionalmente prolífico autor de obras de ciencia ficción y divulgación científica) quien ya entonces vaticinaba el fin de la educación colectiva y su remplazo por una formación personalizada, intuitiva y en el domicilio propio a través de internet. Una de sus célebres frases era “ser autodidacta es, estoy convencido, el único tipo de educación que existe”.
Durante siglos la educación fue personalizada (con tutores que iban a la casa), pero los altos costos y la escasez de maestros, limitaba el número de estudiantes. El acceso al conocimiento era casi imposible.
Luego, en la Prusia del siglo XVIII, apareció la educación pública y obligatoria (la escuela que conocemos en la actualidad), modelo que se popularizó y difundió rápidamente por todo el mundo. Esta educación obliga a los estudiantes a adecuarse a los planes de estudio, es impersonal y homogeniza a la masa estudiantil sin poder explotar las virtudes individuales de cada uno.
Hoy nos encontramos en una nueva etapa, absolutamente diferente, una etapa en la que debemos repensar la educación desde sus cimientos. Pero eso no quiere decir que olvidemos sus principios; un ingeniero puede inventar una forma novedosa y revolucionaria de construir un puente, pero nunca debe olvidar que esta innovación está supeditada a la ley de la gravedad.
En la actualidad hay dos cosas que son absolutamente novedosas, el acceso casi ilimitado a la información y a la comunicación; y la estructura de pensamiento de los millennials. Aclaro que los millennials son aquellos nacidos a partir de mediados de la década de 1980.
Hoy es posible auto gestionarse uno mismo el estudio, elegir los temas y las diferentes fuentes de información (que pueden ser locales o extranjeras), no hay necesidad de moverse de la casa (lo que minimiza gastos y tiempo de traslado), asimismo esto nos permite definir los horarios y el tiempo que ha de dedicarle al aprendizaje.
Audiolibros, bibliotecas virtuales, tutoriales, autoevaluaciones, videos formativos, espacios de debates, trabajo cooperativo, conferencias interactivas y todo un universo de posibilidades, inventadas y por inventar están al alcance de la mano; sólo hay que animarse a utilizarlas.
Escucho en la Facultad a los pedagogos hablar de cambios de paradigmas, focalizando dicho cambio en la calidad y estilo de la relación docente-alumno. Ven la transformación de la educación como una subordinación de status, en donde el docente se ubica a la altura del alumno, tanto en su lenguaje como en su descenso del atrio. Todavía se regodean en la Reforma Universitaria y la consideran el norte de su búsqueda; ¡la Reforma Universitaria fue en 1918! ¡Hace casi un siglo!
Estos románticos del blanco y negro no vislumbran la posibilidad de producir y sumarse a una verdadera revolución, a una verdadera metamorfosis, a una transformación valiente y verdaderamente progresista. Viven aún en el constructivismo cuando ahora reina el conectivismo.
Por otra parte, la forma de organizar el pensamiento de los millennials es muy diferente a la de sus docentes. Desarrollar este tema podría llevarnos a escribir otro libro, sólo voy a enumerar las características de unos y otros.
Los docentes actuales, los llamados extranjeros digitales, tienen un sentido del aprendizaje conductista/constructivista, un método deductivo/inductivo, un pensamiento analítico/lineal y un lenguaje formal/grafológico.
Los millennials, los llamados nativos digitales, tienen un sentido del aprendizaje constructivista/conectivista, un método inductivo/ intuitivo, un pensamiento sintético/holístico y un lenguaje binario/ ilustrativo.
La pregunta es ¿puede un maestro que tiene una estructura de pensamiento, de aprendizaje y de lenguaje absolutamente diferente a su alumno instruirlo?
La respuesta es no y en realidad tampoco hace falta. La instrucción, el acceso a la información ya no es patrimonio del docente, la información está a un clic del que desee buscarla.
El maestro tiene que centrar sus esfuerzos educativos en el adiestramiento necesario para poder buscar y utilizar los conocimientos.
Pero aún más importante, debe adoctrinar a los alumnos en el fundamento del espíritu académico, esta doctrina académica es el pensamiento crítico.
Las escuelas deben ser un lugar de reflexión, de consulta, de trabajo cooperativo, de análisis de los conocimientos adquiridos, de evaluación y de producción.
Es tiempo de aplicar las nuevas herramientas y los viejos principios para alcanzar hoy la meta de ayer, de hoy y de siempre, el saber.
Del libro “El Imperio de la Decadencia Argentina RECARGADO”
Rogelio López Guillemain – rogeliolopezg@hotmail.com
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