Miguel Bosé sigue ejerciendo como glorioso animal escénico, como el tipo que maneja los resortes de la fascinación colectiva ante 10.000 personas
Un detalle insólito. Los nueve músicos de Miguel Bosé van asomando uno por uno por el escenario del WiZink Center, mientras las pantallas gigantes los enfocan y anuncian sus nombres con todos los honores. El jefe de todos ellos asoma al final de la nómina, a modo de «participación estelar». A estas alturas, pocos artistas como Papito para conocer el valor del trabajo ajeno. Y menos aún lo bastante generosos como para explicitarlo de esa manera.
Fue solo el primer detalle de que Bosé, el hombre capaz de proclamarse alternativamente «amo» o «sereno» sin dejar de ser él y solo él, sigue ejerciendo como glorioso animal escénico, como el tipo que maneja todos los resortes de la fascinación colectiva desde que focos y cámaras comenzaran a apuntarlo 40 años atrás. Ha sido «una aventura prodigiosa», dijo en un momento dado, pero no tiene la menor prisa por rematarla. Y las casi 10.000 almas que ayer agotaron el papel, un público intergeneracional y heterogéneo como hay pocos, corroboran la impresión de que nunca le faltará en su viaje una nutrida compañía.
Cuesta creerlo, pero Miguel Bosé Dominguín -nuestro engatusador eterno, el persistente amante bandido- figura desde el año pasado ya oficialmente en la nómina de los sexagenarios. Cualquiera daría su tiempo por bien empleado. Ahora ha endurecido el aspecto, porque hasta para seducir hay que reinventarse. Del blanco nuclear de 2015 ha pasado al negro riguroso, agudizado por la severidad de esos ojos muy maquillados. Y la tipografía de esta nueva gira que anoche estrenaba en España, Estaré, sugiere sofisticación, elegancia, pulso moderno. Porque nuestro personaje logra desprender contemporaneidad hasta cuando rescata Creo en ti, aquella balada de Perales que en otras manos parecería vetusta.
El tramo de clásicos pretéritos resulta simpático de puro entrañable, pero Bosé no necesita activar los mecanismos de la nostalgia. En realidad, parece que es ahora cuando se le acumulan los argumentos en los labios. Más allá de los discursos de caballero comprometido con su tiempo («Soy un hombre de paz y este mundo se nos ha ido al carajo»), tenemos al artista que estrena una solemne declaración de amor paternofilial (Estaré), reformula Como un lobo con una excelente lectura sosegada (en ausencia de Bimba ya no apetece la deriva electrónica) o involucra a todo el equipo en las coreografías, como en ese Mirarteque acaba casi con hechuras de coro de góspel.
Añadamos la nómina de ilustres y se hace difícil encontrarle el flanco débil a un espectáculo al que solo le faltó un sonido menos embarullado en su arranque. Pablo Alborán, que ha aprovechado el barbecho para ponerse guapo, fue recibido como un hijo pródigo en No hay ni un corazón que valga la pena. Leonor Watling (Marlango) reactiva Este mundo va y Ximena Sariñana acentúa la naturaleza etérea de Aire soy. Pero el caramelo más sabroso de la noche se lo queda Vanesa Martín con Si tú no vuelves, que su propio autor considera, probablemente con razón, lo mejor que ha escrito nunca. Dos horas largas y 23 canciones después, Bosé desapareció al encuentro de ese hombre sincero y concienciado que se llama Miguel. Y ese público de su padre y de su madre, experimentado o novicio; arcoíris o no, pero nunca monocorde, se quedó apurando hasta el último aplauso de la noche de San Juan.
Fuente:http://cultura.elpais.com/cultura/2017/06/24/actualidad/1498255817_644682.html
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