Después de comprimir tres tormentosas vidas reales en una suite de novelitas perfectas -«Ravel», «Correr», «Relámpagos»- y redoblar la proeza en «14» -la Gran Guerra contada con lujo de detalles en una historia mínima de noventa y ocho páginas-, Jean Echenoz ha vuelto al presente, a la novela-novela y a la ficción-ficción.
«Quiero una mujer», le hace decir a un general francés sesentón en el comienzo de «Enviada especial» y uno lo imagina sonriendo, satisfecho con el equívoco y el tono inconfundiblemente Echenoz de la delirante novela de espionaje que está echando a rodar. Porque lo que trama el general, un ex-funcionario del Service Action, no es un affair sexual sino una intriga internacional, una de esas operaciones clandestinas que sigue montando en el mismo despacho ya medio destartalado, «para no oxidarse», «para ocuparse con algo», «para el bien de Francia». Quiere que su ayudante le consiga una mujer «que no sepa nada de nada», ajena a las redes de espionaje («tirando a guapa, a poder ser»), secuestrarla y «ablandarla» en un idílico aislamiento en la campiña francesa, para después convertirla en una Mata Hari de ocasión, con una misión descabelladamente difícil en los tiempos que corren: desestabilizar Corea del Norte.
Con algunos imprevistos, el plan funciona gracias a la enigmática Constance, un cortejo colorido de personajes y un despliegue de locaciones a gusto del género, desde las calles de París y los bosques apacibles de La Creuse hasta los barrios suntuosos de los jerarcas coreanos en Pyongyang. Hacia el final, ya en plan de film de superacción, llega el «tour de force»: un aventurado escape a través de Zona Desmilitarizada, esa franja de cuatro kilómetros que separa Corea de Norte de Corea del Sur, la más vigilada e impenetrable del mundo, convertida en un exótico paraíso animal con abundancia de mariposas multicolores, grullas blancas, osos negros, ciervos moteados, panteras de China y leopardos del Amur. Un verdadero esfuerzo de producción.
Echenoz vuelve al personalísimo pastiche de géneros que cultiva desde sus primeras novelas («El meridiano de Greenwich» y «La aventura malaya») pero, a más de diez años de las últimas de pura invención («Me voy» y «Al piano»), es el mismo y es otro Echenoz. La dilatada convivencia con personajes reales (un músico, un atleta checo, un inventor) y la documentada inmersión en la tragedia del 14 lo han vuelto quizá más consciente de la tramoya obligada de cualquier relato, más atento al paisaje de fondo, más piadoso con sus personajes de ficción. Cierto que nunca se entregó al puro baile de máscaras de la novela posmoderna, a la parodia fácil, ni al ejercicio frío de la metaficción, sino que encontró una medida personal de la distancia con la que acercarse a los personajes y envolver al lector, sin perder de vista las reglas del juego ni la consistencia real del mundo por detrás del artificio.
Pero para volver a la libertad desbocada de la imaginación después de sus «ficciones de libertad vigilada» como él mismo la llamó, necesitaba dosis más considerables de ironía, un bajorrelieve más firme y, sobre todo, la complicidad total del lector. Salvando las distancias insalvables entre el escritor y el lector, un narrador mordaz acompaña al que lee, lo guía en las peripecias cada vez más disparatadas, lo acerca como si le susurrara al oído, y al mismo tiempo lo aleja, develando los trucos con que mueve los hilos de la comedia, bastante absurda, sí, ¿pero el mundo no?
Ya desde el comienzo ventila sus decisiones («Nos centraremos ahora en el marido de Constance, si no les importa»), acelera el ritmo cuando conviene («pero no nos entretengamos»), se excusa («estamos todos un poco incómodos… yo mismo por una trama tan convencional») o acota («Cuánta acción, cielo santo, cuánta acción»), pero también auxilia al lector que puede haberse perdido en un giro de la trama, se ríe de los clisés del género, admite ignorancia, conjetura, cambia de opinión. Por momentos es más bien un camarógrafo, un guionista, un director. Como los narradores del cine, atiende a los encuadres, el montaje y la banda sonora, sugiere «planos de conjunto» y «fundidos a negro», y hasta narra escenas que si hubiese podido le habría gustado rodar («Sí, habría sido una escena bastante buena. Aun a costa de cortarla luego en el montaje. Bueno, olvidémoslo»).
Pero la marca del cine en «Enviada especial» no solo se revela en la visualidad tangible de las escenas, la maestría dinámica del relato y el homenaje a Hitchcock del título (doble homenaje en las aspas de un molino que giran al revés), sino también en la ironía discreta que Echenoz admira en los hermanos Cohen, en la violencia seca de algunas escenas de Tarantino y sobre todo en el humor melancólico que recuerda a Jacques Tati. Alternando panorámicas con zooms y planos detalle, Paris se corporiza en recorridos por calles precisas y líneas de subte, La Creuse cobra vida en la sombra fresca de un tilo o el concierto minimalista de un mirlo, y hasta la impenetrable Corea del Norte se deja ver en las miserias flagrantes del régimen que no cabrían en las sagas del agente 007 o «Misión imposible». Entre una toma y otra, hay tiempo todavía para perderse en alguna digresión, minucias de la vida cotidiana que sólo la literatura, en la estela de Flaubert y de Peréc, puede colar en medio de la acción.
Hacia el final de la novela, cuesta creer cuánta literatura puede caber en un género que en las manos de Echenoz deja de ser menor. Porque aunque la acción es trepidante y los enredos de la trama no paran de dar sorpresas, lo que sostiene el avance y el aliento del lector, lo que queda en la memoria cuando todo se aquieta de vuelta en París es el ritmo y la gracia de la prosa, una mezcla cada vez más afinada de jovialidad y soltura, que no alcanza a sofocar la melancolía por la negrura del mundo y la fugacidad del amor.TELAM
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