El manejo de lo público y lo privado se reitera como eje de disputas. De Vaca Muerta a los manteros.
En 2003, el recientemente fallecido Zygmunt Bauman dejaba una frase inquietante: “Lo que ocurre es que no tenemos un destino claro hacia el que movernos”. El sociólogo polaco hablaba del capitalismo global en su etapa reciente, y no de la Argentina, sin embargo, esa frase podría ser suscripta por millones de argentinos que no logran percibir un destino claro hacia donde trascurre el país en pleno poskirchnerismo. El gobierno que preside Mauricio Macri busca en forma quirúrgica incorporar algunas lógicas de mercado en una sociedad que básicamente espera que el Estado le resuelva los problemas. No obstante, esa reintroducción la va haciendo en forma atomizada y sin un discurso legitimador, probablemente porque intenta escapar al mote de “neoliberal”, que presume le puede restar votos en una clase media que considerándose “progresista” lo apoya para escapar del “populismo”.
Palabras cruzadas. Hay que reconocer que el prusiano control en la comunicación gubernamental que impone Marcos Peña tiene sus razones. En cuanto algunos funcionarios expresan sus pensamientos en crudo se encienden las alarmas en la Casa Rosada porque le entregan herramientas políticas a la oposición, como pasara en estos días cuando en una entrevista radial el secretario de Empleo y ex Techint Miguel Ponte planteó que “la posibilidad de entrada y salida del mundo laboral es una esencia del sistema laboral. Como en el organismo lo es comer y descomer”. Una metáfora desafortunada para dar cuenta de un problema complejo y crucial: la relación capital-trabajo, gran tema a revisar en Argentina pero difícilmente en esos términos. Bajar los costos laborales es una de las preocupaciones centrales del Gobierno, que busca correrse de la “maldita flexibilización” para afincarse en el término de la productividad, muy caro para el Perón de los años cincuenta. Los acuerdos de Vaca Muerta de esta semana se constituyeron en un caso testigo de éstos términos.
Políticas universales en la mira. Otro caso relevante fue la resolución del PAMI sobre dejar de brindar el 100% de cobertura sobre medicamentos a los afiliados que siendo acaudalados hacían uso del subsidio social. Las declaraciones de Carlos Regazzoni fueron elocuentes: “Alguien que mantiene un avión o un barco y saca medicamentos gratis para la presión es parte de una defraudación del PAMI. Es un escándalo”. A partir de ahora no podrán acceder al beneficio quienes cobren más de 1,5 haberes mínimos, posean más de un inmueble, un vehículo de menos de diez años o estén en una prepaga. La lógica de la decisión se rige por el más estricto sentido común: “Los ricos no pueden tener medicamentos gratis”, pero esconde en su interior dos cuestiones más profundas. La primera apunta a la gestión de los recursos públicos. Las modalidades del consumo de medicamentos entre los jubilados se vincula en parte con la mecanización de la atención y la medicalización automatizada. Es más rápido extender una receta que realizar un diagnóstico en profundidad, cuando el sistema médico esta colapsado. Esto también se extiende al siempre cuestionado conjunto de las prestaciones que ofrece la obra social. La segunda cuestión se extiende a toda la gestión pública y es la tensión entre las políticas públicas universales y la lógica del mercado. Las primeras otorgan derechos y beneficios por el hecho de ser ciudadano con unas pocas restricciones, mientras que las segundas tienen que ver con las iniciativas particulares de los sujetos en su relación con el mercado. Para ser jubilado es requisito haber aportado durante cierta cantidad de años, es decir haber sido parte del mercado de trabajo. Sin embargo, el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner impulsó la “inclusión jubilatoria” que incorporó al sistema a cientos de miles de personas sin aportes previos, como amas de casa y cuentapropistas informales. Esto llevó a la universalización del sistema jubilatorio (más del 97% de esta población). Un resultado que se puede adjudicar en parte a esta política es que entre los mayores de 65 años la pobreza y la indigencia son “apenas” de 16,8% contra el 47,8% de los niños de 0 a 14 años, según los datos del Indec de 2016. Uno de los cuestionamientos principales sobre el sistema de reparto es que tiende a desfinanciarse con la extensión de vida de la población y la merma de aportantes. Una solución que se viene proponiendo es la extensión de la edad jubilatoria, otra alternativa sería una vuelta del sistema privado. Pero las AFJP fracasaron políticamente y por sus propias acciones ya que prácticamente confiscaban los aportes con comisiones estrafalarias.
Aprovecharse. La disputa por los bienes públicos parece extenderse por todos los poros de la argentinidad líquida, donde cobró un relieve particular el desalojo de los manteros instalados alrededor del barrio de Once en la Ciudad de Buenos Aires. Es verdad que instalar un comercio, por más precario que sea, en la vía pública implica una pequeña privatización del espacio común. El caso de los manteros cobra notoriedad porque se trasformó en un trabajo refugio para miles de excluidos del mercado laboral, algunos de ellos inmigrantes recientes, cuya desesperación fue aprovechada por la llamada “economía en las sombras” donde sujetos sin rostro visible construyeron un enorme sistema comercial –con poderosos aliados– en competencia con los locales instalados, lo que originó un conflicto de proporciones. Es evidente que estos espacios extralegales no se construyeron de un día para el otro y muestran a una sociedad partida incluso en los aspectos del consumo, donde un sector de la población no puede acceder a los comercios de clases medias y altas. También se debe indicar que la salida negociada con los manteros –otorgar un subsidio por dos meses y darles capacitación– enojó a una parte de los porteños, que parecen pretender que los conflictos sociales simplemente se diriman a sangre y fuego.
*Sociólogo, analista político.
(@cfdeangelis).
Fuente> http://www.perfil.com/columnistas/argentinidad-liquida.phtml
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