San Rafael, Mendoza 23 de noviembre de 2024

El 2017 será el año en que las escritoras argentinas coparán el mercado anglosajón

Con obras que saltean los estereotipos y las demandas que el mercado editorial extranjero le impone a la literatura latinoamericana, las escritoras Samanta Schweblin, Mariana Enríquez y Leila Guerriero desembarcarán a partir de las próximas semanas en el universo anglosajón.

La primera en salir a la caza de los lectores en lengua inglesa será «Distancia de rescate», la breve novela de Schweblin que disloca la realidad para presentar una trama que anuda desde el vínculo entre madres e hijos hasta la transmigración y la muerte. Traducida como «Fever Dream», la obra se publicará el proximo martes a través del sello Riverhead. 
«La novela ya se vendió a 16 lenguas pero todos los editores están esperando a que salga primero la de Estados Unidos antes de sacar ellos sus traducciones, salvo Alemania y Suecia, que ya lo publicaron -señala Schweblin en diálogo con Télam desde Berlín, donde reside-. Será que el mercado estadounidense es el que empuja, y económicamente, o en ventas, les viene mucho mejor esperar.

A fines de febrero será el turno de «Las cosas que perdimos en el fuego», la antología de cuentos de terror de Mariana Enríquez que será lanzada en Estados Unidos por el sello Hogarts (Crown) y en Gran Bretaña por Portobello Books (Granta).

«La posibilidad surgió porque editores de Estados Unidos y Gran Bretaña se interesaron por el libro a partir de que lo conocieron en la Feria de Editores de Frankfurt; la edición española de Anagrama ayudó mucho y claro, el trabajo de agentes», sostiene la narradora y periodista.

Finalmente, también en febrero irrumpirá en el paisaje anglosajón «Una historia simple», la destacada crónica de Guerriero que registra las implicancias del Festival Nacional de Malambo de Laborde, que se realiza una vez por año en esa ciudad cordobesa de 6.000 habitantes.

«El libro será publicado por New Directions bajo el título de ‘A simple story/The last malambo’ y el agregado de un subtí­tulo. Yo sugerí­ ese, y a ellos les gustó mucho porque, además, poner la palabra ‘malambo’ en la portada es una especie de desafí­o o de enigma. ¿Qué sabrán del malambo en Estados Unidos, no?», explica Guerriero, una de las grandes referentes del género en Latinoamérica.

Durante los 60 y 70, de la mano del boom que protagonizaron Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar y en especial el colombiano Gabriel García Márquez -cuya novela «Cien años de soledad» fue ponderada en 1971 como uno de los 12 mejores libros del año por la crí­tica estadounidense- muchos narradores latinoamericanos lograron hacer pie en el universo editorial mainstream de la mano de obras que cumplimentaban el requisito de exotismo que parecía condición inamovible para los escritores del sur americano.

Décadas más tarde, el interés por las producciones del continente pareció aplacarse, con excepción de algunos autores que tuvieron su chance a partir de circunstancias casi azarosas, como el caso del chileno Roberto Bolaño, que protagonizó en 2007 un fenómeno en lengua inglesa tras ser elogiado por la ensayista Susan Sontag, cuando el autor de «Los detectives salvajes» ya hacía cuatro años que había muerto.

También el argentino César Aira desató una fiebre de lectores en Estados Unidos después de la elogiosa reseña que hizo la cantante Patti Smith de su obra «El cerebro musical» («The musical brain»), de César Aira, mientras que a su compatriota Federico Andahazi lo favoreció la polémica generada en torno al Premio del Fondo Nacional de las Artes que le otogaron -para luego revocar la decisión- por su obra «El anatomista».

La movida que encabezan ahora Schweblin, Enríquez y Guerriero es novedosa porque presupone una reactualización del interés por las letras argentinas como una apuesta colectiva y ya no aislada: cada una con sus protocolos de escritura y género que difieren bastante entre sí, constituyen una inserción auspiciosa en el mercado estadounidense, que a pesar de ser el mayor conglomerado de producción de libros con unos 300 mil tí­tulos anuales, sólo incluye un tres por ciento de obras traducidas al inglés.

¿Qué supone para un escritor la transposición de la lengua originaria a otra acaso ajena o más esquiva en la que un texto queda necesariamente sujeto a nuevas significaciones? En ese punto, las miradas de las tres admiten matices y posiciones encontradas.

«Es un tema que me preocupa, sí -admite Schweblin-. Somos escritores, la escritura es, sobre todo, una lucha de precisión palabra a palabra, y la traducción no deja de ser una interpretación, con toda la subjetividad que cualquier interpretación implica».

«La migración no me inquieta, porque me dejo llevar por un saludable desapego, pero me produce una infinita curiosidad saber cómo lidiará el traductor con algunas partes, digamos, sensibles. Yo soy muy obsesiva con el uso del idioma español, y puedo pasarme tres horas pensando en el ritmo de un párrafo, en que tal frase no tiene la sonoridad que tiene que tener o que choca con la musicalidad de la anterior. Modifico una palabra, cambiando una grave por una esdrújula, y eso me modifica a su vez otras cosas, y pulo y corrijo hasta quedarme satisfecha», analiza Guerriero.

«A mí tampoco me inquieta -dice por su lado Enríquez-. Es el proceso natural de una traducción. No creo que podamos entenderlo todo de las traducciones que leemos y eso no nos impide disfrutarlas. Más que la significación, me importa más la estética. Como muchos, me parecen bastante feas las traducciones hechas en España con un exceso de localismos. No me gustarí­a que suceda eso. Mi traducción al inglés es muy respetuosa en ese sentido».

Para Guerriero, la traducción tiene que tener su propia musicalidad, «puesto que lo grave o lo esdrújulo cambian. Pero lo que no puede o no debe o no deberí­a pasar inadvertido para un traductor es la obsesión del autor con ese tipo de cosas: traducir esa obsesión es, también, traducir el libro».

«En ese sentido, algunas de las traducciones que se hicieron de mis libros me hicieron muy feliz, por ejemplo la traducción al italiano de ‘Los suicidas del fin del mundo’. Me parece una traducción muy hermosa, y siento que no lo escribí­ yo, sino alguien muy parecido a mí­, una especie de prima muy cercana que me leyó la mente. Esto tiene, también, algo de perturbador: que alguien capte de tal forma tu estilo, tu ritmo, tu fraseo, implica que te conoce. Aunque no te conoce», explica.

Tanto Enríquez como Schweblin delegaron el trabajo de traducción en Megan McDowell, a quien coinciden en elogiar: «Luego de un primer borrador de la traducción, Megan me pasó una lista de dudas, o de cuestiones en las que era necesario repensar por razones de lenguaje, y fuimos ajustando detalles. Mi inglés no es muy bueno y sé que ella es una gran traductora, así­ que gran parte de este trabajo también quedó en sus manos», indica la autora de «Pájaros en la boca», que también se publicará en inglés pero en enero del año que viene.

«Sí, Megan, es brillante y me consultó bastante. Salvo esas cuestiones, no tuve participación en la traducción. Creo que está bien que sea así­ si el traductor es confiable y Megan lo es. Ella además vive en Chile la mayor parte del tiempo así­ que entiende ciertos códigos con facilidad», acota Enríquez.

En el caso de «Una historia simple», la traducción estuvo a cargo de Frances Riddle: «Durante toda la traducción del libro, ella no me preguntó nada. Y yo confié a ciegas. Pero además a mí­ la traducción me funciona un poco como a esos autores que, una vez entregado su libro para la versión cinematográfica, deciden que lo mejor es desentenderse. Si el traductor me consulta, y necesita de mi participación, perfecto, ahí­ estaré. Pero si no, siento que es él o ella ahora el guardián de la criatura, y que la criatura debe nacer en otro paí­s y en otras condiciones», asegura Guerriero.

A tono con el proceso de traslación de sus obras a otras lenguas, Enríquez y Guerriero ofrecerán el miércoles próximo en la librería Eterna Cadencia una charla sobre los alcances y las dificultades de la traducción literaria. Telam

 

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