San Rafael, Mendoza martes 26 de noviembre de 2024

Por qué nos gusta la música que nos gusta

musicaSobre gustos no hay nada escrito. Ni siquiera en el cerebro. Y mucho menos sobre música. Durante décadas, los neurocientíficos se han preguntado si existe una explicación biológica para que unos acordes nos agraden más que otros o si, por el contrario, se trata de una cuestión cultural como defienden algunos compositores. Ahora un estudio del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y de la Universidad de Brandeis -ambos en Estados Unidos- y que acaba de publicar la revista Nature se inclina por esta segunda hipótesis: sugiere que nuestras preferencias acústicas dependen más de la exposición a un determinado estilo musical que de un rasgo inherente al sistema auditivo.

«Es posible que las clases de sonidos para las que podemos adquirir de forma sencilla respuestas estéticas están restringidas por lo que es fácilmente discriminable, y eso está determinado hasta cierto punto por la biología», explica a EL MUNDO Josh McDermott, profesor de Neurociencias en el departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro del MIT y uno de los autores del trabajo. Y aunque cree que hay razones para hablar de una habilidad innata para distinguir los acordes que nos parecen más agradables del resto porque hay entre ellos diferencias de armonía, «nuestros datos sugieren que la respuesta estética que se asocia con una clase de sonidos se adquiere mediante la exposición a una cultura», sostiene.

Una cultura musical milenaria. Ya los músicos de la Antigua Grecia observaron que las notas que componen los acordes consonantes -los que nos parecen agradables- guardan una relación de números enteros en lo que a la frecuencia de sus ondas sonoras se refiere; por ejemplo, entre do y sol -que juntas forman la llamada «quinta perfecta»- la relación es de 3:2. «Es posible que los griegos comenzaran a hacer música usando combinaciones de notas que formaran cocientes de números enteros porque creían en teorías estéticas que echaban sus raíces en ese tipo de proporciones, y así seguimos hasta ahora», comenta McDermott. En efecto, la música occidental se basa en gran parte en armonías que se construyen siguiendo estos principios, que se han difundido a lo largo de todo el mundo.

De hecho, el principal problema del estudio era localizar una población que apenas se hubiese expuesto a estos cánones musicales. «La mayoría de la gente escucha este tipo de música que tiene muchos acordes consonantes», dice McDermott. «Por tanto, ha sido difícil descartar la posibilidad de que nos guste la consonancia porque es a lo que estamos habituados, como también lo ha sido proporcionar un test definitivo», añade. Hubo que desplazarse hasta Bolivia para encontrar a los candidatos ideales para el estudio: los miembros de una remota población amazónica. Los Tsimane’Unas 12.000 personas componen este colectivo que se dedica a la agricultura y la ganadería. Sin apenas contacto con la cultura occidental, sus actuaciones musicales implican a una única persona en cada ocasión.

Durante 2011 y 2015, los investigadores preguntaron a aquellos que participaron en el experimento que calificaran una serie de diferentes acordes según sus gustos en una escala de cuatro puntos, y compararon los resultados con los obtenidos por un grupo de bolivianos que vivían en las proximidades de los Tsimane’, por otro de residentes de la capital de Bolivia (La Paz) y, finalmente, dos más de estadounidenses -uno formado por músicos y otro no-. «Lo que encontramos es que la preferencia de la consonancia sobre la disonancia varía dramáticamente entre estos cinco grupos», concluye McDermott. «En los Tsimane es indetectable.

En los dos grupos de Bolivia hay una pequeña preferencia, aunque estadísticamente significativa. Y en el grupo de los americanos, ésta es un poco mayor, sobre todo entre los músicos», añade. A pesar de ser capaces de distinguir los acordes disonantes, los miembros de Tsimane’ no interpretaban como desagradables combinaciones que la cultura occidental suele rechazar -como la superposición de los acordes de do mayor y fa mayor sostenido, conocida como el demonio en la música- .

Los investigadores también analizaron la respuesta a sonidos familiares para los cinco grupos investigados, como risas o jadeos. En este caso, la valoración fue similar entre todos ellos. «Este estudio sugiere que las preferencias sobre la consonancia o la disonancia depende de la exposición a la cultura musical occidental y que esa preferencia no es innata», dice McDermott. Todavía no han probado qué sucede con las melodías, aunque McDermott sospecha que en ese caso los gustos personales también se ven influidos por la cultura.

Fuente: http://www.elmundo.es/ciencia/2016/07/13/57860e5c46163fa9078b4651.html
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