Natalie Pérez y Peter Lanzani, el amor prohibido bajo la mirada de Rosas. Foto: Fabián Marelli
Camila, nuestra historia de amor /Dirección, libro y música: Fabián Núñez / Intérpretes: Natalie Pérez, Peter Lanzani, Julia Zenko, Laura Silva, Santiago Ramundo, Déborah Dixon, Sergio de Croce, Magalí Sánchez Alleno, Nelson Rueda y Miguel Habud /Músicos: Valeria Matzuda, Lucía Herrerea, Mariela Meza y Paula Pomeraniec / Dirección musical y arreglos: Gerardo Gardelín / Vestuario: Pablo Battaglia / Escenografía: Lili Diez y Fabián Núñez /Luces: Ariel Ponce / Sonido: Gastón Briski /Funciones: Miércoles a Domingos / Duración: 100 minutos (sin intervalo) / Sala: Lola Membrives.
Una historia de amor de cabo a rabo. La misma que ya muchos conocimos por la película, allá en 1984, y que otros quizá se hayan encontrado en libros de amor o de historia… La misma, pero no idéntica. Esta versión musical de la tragedia de Camila O’Gorman y el padre Uladislao (sí, éste es con U) Gutiérrez es mucho más musical que trágica y no porque no termine como todos sabemos (mal), sino porque su director, Fabián Núñez, eligió hacer foco en el amor prohibido de estos jóvenes más que en el tremendo final que lo truncó. Así, la mayor parte de la pieza recorre esas primeras idas y venidas, el descubrimiento, la sorpresa, la zozobra, las indefiniciones y los miedos (sobre todo de él) de volcarse a vivir lo que ya no podían ocultar. Luego viene el encuentro y más tarde, el final.
Es así que las canciones creadas por el mismo director dan cuenta, sobre todo, del despertar amoroso y de la búsqueda. Con melodías suaves, pegadizas, con letras sencillas y entradoras -muchas de ellas con una fórmula que trae a la mente las canciones de los musicales de Disney- se van narrando las distintas postales con las que se hilvana la historia. Y se habla de postales porque es casi lo que aparecen a partir del trabajo de puesta en escena en el que se alternan, con un buen juego de disco giratorios, la casa de los O’Gorman (interior y exterior) y la iglesia (interior y exterior), según necesite cada momento.
Efectiva idea que facilita la entrada y salida de los distintos personajes. Y allí aparece Camila, una muy bien plantada Natalie Pérez que vuelve a demostrar (antes lo hizo en El diluvio que viene) que es mucho más que una cara bonita. El lugar común se justifica porque realmente es preciosa, pero es una preciosa que tiene buena voz y ángel, y nutre a su personaje con sensibles y sutiles cambios que hacen avanzar y crecer a esta Camila más romántica que trágica. Y a la par de su trabajo está el de Peter Lanzani con Uladislao. Es indudable la química que hay entre ellos, lo que vuelve más creíble ese amor. Tanto es así que las escenas en las que ambos participan se extrañan cuando no están. Ahí hay algo de responsabilidad de la dirección; ellos están cuidados, y no es así con todos los personajes. Algo pasa en la dramaturgia que hace que el Eduardo O’Gorman (hermano de Camila) que compone esforzadamente Santiago Ramundo pierda pronto su razón de sufrimiento, ya que casi no se explica por qué no puede alcanzar las expectativas del padre; algo parecido le sucede al Ricardo de Sergio di Croce, el pretendiente de Camila que desaparece sorpresivamente sin poner resistencia, lo que sorprende por la época y por la furibunda fuerza del padre de Camila, que encarna Miguel Habud. El resto del elenco puede sacar mejor partido: ni hablar de Julia Zenko, que se luce cantando las tristezas de su Perichona; o Déborah Dixon, que atrae miradas con su entrañable Nana; o Magalí Sánchez Alleno (Manuela Rosas), Laura Silva (mamá de Camila) y Nelson Rueda (Padre Ganon) quienes, aun con personajes más chicos, logran robarse sus buenos momentos.
Así las cosas, esta Camila hace sufrir, pero no tanto, pero lo que sí hace -definitivamente- es enamorar. Puede extrañarse algo más de fuerza trágica y sensual (o sexual), pero, claramente, es cuestión de gustos, de miradas y de versiones. Ésta es la que eligió su director y está en su derecho.Por Verónica Pagés | LA NACION
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