Si hay una fuerza, de las cuatro que hemos identificado en la naturaleza, con la que estamos familiarizados, cuya presencia es omnipresente en el espacio y el tiempo, es la gravitacional.
Sabemos de las otras tres fuerzas -la electromagnética, la fuerte (que impide que los núcleos de los átomos que constituyen nuestros cuerpos se rompan) y la débil (responsable de los fenómenos radiactivos) -, pero de ninguna somos tan conscientes como de la gravitacional, que nos acompaña de la cuna a la tumba.Los antiguos griegos, con Aristóteles a la cabeza, trataron de explicar la gravedad basándose en «movimientos y lugares naturales», en los que la cuantificación del cambio de posición brillaba por su ausencia. Sería Galileo quien, casi dos mil años después, se hizo – y respondió – la aparentemente humilde pregunta de cuánto tiempo tarda un cuerpo en caer.
Y en 1687, Isaac Newton presentó tres leyes que rigen cualquier movimiento, más una ley específica para la gravitación, conjunto que mantuvo su vigencia hasta que en 1915 Albert Einstein lo modificó radicalmente.Fue el 25 de noviembre de aquel año cuando Einstein presentó la formulación de la nueva teoría de la gravitación en un artículo de cuatro páginas titulado «Las ecuaciones del campo gravitacional», que se publicó el 2 de diciembre en las actas de la Academia. Se trataba de una construcción completamente diferente a todas las que habían existido anteriormente en la Física, y también a las que se han construido después.
Mientras que hasta entonces el marco geométrico, el espacio en el que tenían lugar los fenómenos que describía la teoría en cuestión no se veía afectado por estos, en la formulación que presentó Einstein, denominada «teoría de la relatividad general», la forma de ese escenario, del espacio, ahora indisolublemente asociado al tiempo – de ahí que haya que hablar de un espacio-tiempo cuatridimensional -, dependía de la materia-energía que contuviese, y cómo ésta obviamente cambia (de lugar, de estado) con el paso del tiempo, el espacio-tiempo debía ser dinámico, curvo.Creación de la teoríaUna pregunta que inevitablemente surge es la de cómo llegó Einstein a crear semejante teoría. ¿Tan poderosa era su imaginación, que podía romper con toda la tradición física anterior? La respuesta a esta cuestión es que, independientemente de su inmenso poder creativo, Einstein siguió un camino en cierto modo «obligado». Pero antes de tratar de explicar cuál fue ese camino, es conveniente decir algo del hombre que había detrás de su ciencia, porque creaciones como la que Einstein produjo en 1915 no son como tesoros escondidos que están «ahí fuera», esperando que alguien los encuentre, sino que son productos de la mente, por mucho que ésta tenga que tomar en cuenta cómo se comporta realmente la naturaleza.
Y la mente de Einstein, durante la mayor parte del tiempo que estuvo dedicado a buscar una teoría relativista de la gravitación, vivió intensos periodos de agitación. Por un lado, debía estar satisfecho: después de haber sido un paria de la comunidad científica, empleado de la Oficina de Patentes de Berna, donde trabajó desde 1902, seis días a la semana, ocho horas al día, hasta 1909, cuando consiguió su primer puesto académico, profesor asociado en la Universidad de Zúrich, al que siguió en 1911 una cátedra en la Universidad Alemana de Praga, y en 1912 otra en la Escuela Politécnica de Zúrich, en 1913 llegó a la cumbre de su profesión, miembro de la Academia Prusiana de Ciencias y catedrático sin obligaciones docentes en la Universidad de Berlín, donde se encontró a una buena parte de la crème de la crème de la física mundial. Sin embargo, al regresar como catedrático a Zúrich, donde él y su esposa, Mileva Maric, habían estudiado y se habían conocido, la relación entre ambos se deterioró profundamente. La dedicación absoluta de Einstein al problema de la gravedad, cuyas complicaciones no compartía en absoluto con Mileva, asociados a problemas de salud (reumatismo y depresión) de ésta, no la hacían feliz.
El 12 de marzo de 1913, Mileva confesaba a una amiga, Helene Savic: «Albert se dedica completamente a la Física y parece que tiene poco tiempo para la familia». Peor aún, Einstein comenzó por entonces a relacionarse estrechamente con una prima suya, Elsa Löwenthal. Divorciada en 1908, Elsa tenía dos hijas, Ilse y Margot, y no podía ser más diferente de Mileva: mientras que ésta era compleja, intelectual y taciturna, Elsa era convencional, disfrutaba de las comodidades y no tenía reparos en actuar como «una buena ama de casa». Aunque Mileva y los dos hijos de ambos acompañaron a Albert a Berlín, a finales de julio de 1914 los tres volvían a Zúrich. El divorcio llegó en febrero de 1919; entre las condiciones, una era que el dinero del Premio Nobel que no dudaban Einstein terminaría por recibir, iría íntegro a Mileva (así fue cuando obtuvo el galardón correspondiente a 1922).
Poco después, el 2 de junio de 1919, Einstein se casó con Elsa.Para complicar más las cosas, recordemos que el 28 de julio de 1914 comenzó lo que entonces se llamó Gran Guerra, luego, cuando hubo que numerarlas, Primera Guerra Mundial. Los sentimientos de Einstein al estallar la guerra se pueden apreciar en una carta que escribió a primeros de diciembre de 1914 a uno de sus grandes amigos, el físico de Leiden Paul Ehrenfest: «La catástrofe internacional ha impuesto en mí, como internacionalista, una pesada carga. Al atravesar esta gran época, se le hace a uno difícil reconciliarse con el hecho de que se pertenece a una especie idiota y corrompida que se jacta de su libre albedrío. ¡Cuánto desearía que existiese en alguna parte una isla para aquellos que son sabios y bondadosos! En semejante lugar incluso yo sería un ardiente patriota».En esa atmósfera de excitación, el 4 de octubre de 1914, movidos en parte por las negativas repercusiones que había tenido en el mundo la invasión germana de Bélgica, 93 intelectuales alemanes – entre los que figuraban quince destacados científicos, Max Planck uno de ellos – daban a conocer lo que denominaron Llamamiento al mundo civilizado, en el que defendían las razones de Alemania para entrar en guerra.
En clima sociopolítico que reinaba entonces en Alemania era difícil oponerse públicamente a semejante declaración. Sin embargo, pocos días después de su publicación, Georg Friedrich Nicolai, catedrático de Fisiología en la Universidad de Berlín, preparó una réplica que hizo circular entre sus colegas universitarios. Sólo tres personas se adhirieron a ella: Albert Einstein, uno de ellos.Entre los puntos que defendían, figuraba la convicción de que «la guerra que ruge difícilmente puede dar un vencedor; todas las naciones que participan en ella pagarán, con toda probabilidad, un precio extremadamente alto. Por consiguiente, parece no sólo sabio sino obligado para los hombres instruidos de todas las naciones que ejerzan su influencia para que se firme un tratado de paz que no lleve en sí los gérmenes de guerras futuras, cualquiera que sea el final del presente conflicto».
En aquel perturbado emocionalmente mundo Einstein completó su gran teoría relativista de la gravitación. Un logro científico mayúsculo alcanzado en unas circunstancias personales extremadamente complejas. Y ahora sí, podemos abandonar el universo de las emociones y pasar al camino que siguió para llegar a semejante teoría.Hay frases que se enquistan en la cultura, aunque a veces falten a la verdad. «Ya lo dijo Einstein, todo es relativo», es una de ellas. No es cierta, pero esto no es relevante para lo que quiero señalar ahora. Lo que la popularidad de esa frase revela es la fama de la Teoría de la Relatividad Especial que Einstein creó en 1905, mientras trabajaba en la Oficina de Patentes de Berna. Con ella resolvió un gravísimo problema que aquejaba a la Física: que las dos grandes formulaciones que entonces conformaban el «esqueleto» de la Física – la mecánica newtoniana y la teoría que explicaba los fenómenos electromagnéticos (la electrodinámica completada hacia mediados del siglo XIX por el escocés James Clerk Maxwell) -, no encajaban, produciéndose de su combinación consecuencias que no se verificaban experimentalmente. Aunque otros científicos (el holandés Hendrik Lorentz y el francés Henri Poincaré) se acercaron a la solución de problema, fue finalmente Einstein quien lo logró con una teoría uno de cuyos pilares es el contraintuitivo postulado de que la velocidad de la luz no depende del estado de movimiento del cuerpo que la emite.
La gran novedad, el gran atrevimiento, de Einstein fue que sometió a una profunda crítica la forma en que hasta entonces se entendían conceptos tan básicos como los de «espacio» y «tiempo». Y al hacerlo llegó a la sorprendente conclusión de que duraciones temporales y longitudes no son magnitudes universales, sino que dependen del estado de movimiento de quien efectúa las medidas. De ahí que se terminase hablando de teoría «de la relatividad», aunque todo ello era para salvar algo más básico: el hecho de que las leyes de la física fuesen las mismas para todos aquellos observadores.
El adjetivo «especial» dado a la teoría, se refería a que los observadores admitidos en ella eran únicamente los que se mueven entre sí con velocidad uniforme («sistemas de referencia inerciales»).La electrodinámica de Maxwell era compatible con la nueva teoría – en la que las leyes newtonianas del movimiento continuaban siendo válidas a velocidades pequeñas, comparadas con la de la luz -, por lo que no había que modificarla, pero no así la teoría de la gravitación de Newton. Ésta no era «relativista».»Principio de equivalencia»Inicialmente, Einstein no se esforzó por intentar construir una teoría relativista de la gravitación, pero en 1907 dio con una idea absolutamente genial, que le ofreció una pista de cómo resolver el problema. La idea – conocida como «principio de equivalencia» – se le ocurrió a través de un «experimento mental» (que se puede pensar pero no realizar), y establecía que, para distancias pequeñas, no es posible distinguir entre un campo gravitacional y un sistema de referencia acelerado: una persona dentro de un cohete cerrado no podría saber si al soltar una, digamos, manzana, ésta caía porque estaba bajo la influencia de la gravitación de un planeta, o porque el cohete se movía hacia arriba con una aceleración igual a la de la gravitación del – ahora ausente – planeta anterior.
De esa manera, Einstein unía la búsqueda de una teoría de la fuerza gravitacional a la de generalizar la relatividad especial, pasando de los sistemas de referencia inerciales a otros más generales. El principio de equivalencia fue la única pieza que Einstein mantuvo en su búsqueda de una teoría relativista de la gravitación, búsqueda a la que se dedicó en cuerpo y alma a partir de 1911, para frustración de sus colegas dedicados a los problemas de la física cuántica. Así, en 1912, Arnold Sommerfeld escribía al gran matemático David Hilbert, siempre interesado en las últimas novedades de la física: «Mi carta a Einstein fue en vano; evidentemente está tan inmerso en la gravitación que está sordo para cualquier otra cosa».
Cuando Einstein se dio cuenta de que la gravitación implicaba que el espacio-tiempo dejaba de ser inmutable, comprendió que necesitaba la ayuda de un matemático familiarizado con la geometría de los espacios curvos. Y tuvo la fortuna de encontrar ese matemático en un amigo y compañero de estudios (el mismo que le había ayudado a conseguir el empleo en Berna): Marcel Grossmann, catedrático en la Escuela Politécnica de Zúrich, a la que, como señalé, Einstein se incorporó en 1912.Provisto con el necesario equipaje matemático, Einstein necesitó todavía de un par de años de intensos esfuerzos, que en ocasiones minaron su salud, de ideas abandonadas y, algunas, vueltas a retomar, para llegar a la solución final del 25 de noviembre. El resultado le fascinó: el 26 de noviembre escribía a un íntimo amigo, el médico Heinrich Zangger, «La teoría es bella más allá de toda comparación». Y aunque es difícil, y en última instancia subjetivo, enjuiciar el concepto de belleza en la ciencia, existen sobrados argumentos para defender que, efectivamente, la relatividad general es una teoría extremadamente bella: matemáticamente compleja – complejidad que, sin embargo, no es ajena a que incorpore en su esqueleto principios de simetría fundamentales – a la vez que física y filosóficamente profunda, cambió nuestra forma de entender la realidad, algo que se puede decir de pocas formulaciones científicas.
Curvatura de la luzPero la belleza no es ni necesaria ni suficiente. Una nueva teoría debe contener un mayor grado de «verdad» que las que le preceden. Y la relatividad general también cumplió de entrada tal requisito, con tres predicciones experimentales: el desplazamiento del perihelio (el punto de la órbita más cercano al Sol) de los planetas, un efecto especialmente manifiesto en el caso de Mercurio y que había permanecido sin resolver en la teoría newtoniana durante más de un siglo; el desplazamiento gravitacional hacia el rojo de las líneas que aparecen en los espectros de las radiaciones; y la curvatura de los rayos de luz debido a la influencia del campo gravitacional.
Fue este último efecto el que hizo más creíble la relatividad general (la aplicación al conjunto del Universo, la denominada cosmología relativista, que el propio Einstein creó en 1916, aún tardaría en mostrar su poder: no fue hasta 1929 cuando permitió dar una base teórica al descubrimiento de Edwin Hubble de la expansión del Universo). Lo hizo de la mano de los resultados de las observaciones realizadas por una expedición científica británica a la isla Príncipe, en África, y a Sobral, en el norte de Brasil, con motivo del eclipse de Sol del 29 de mayo de 1919.
El 6 de noviembre, en una reunión conjunta de la Royal Society y la Royal Astronomical Society, se anunciaron los resultados, que confirmaban la predicción relativista. Alfred North Whitehead, distinguido matemático y filósofo que asistió a aquella reunión, describió el ambiente que rodeó la reunión: «Toda la atmósfera de tenso interés era exactamente la de un drama griego: nosotros éramos el coro, comentando el decreto del destino revelado en el desarrollo de un incidente supremo. Había una cualidad dramática en la misma representación; el ceremonial tradicional y, en el trasfondo, el retrato de Newton para recordarnos que la mayor de las generalizaciones científicas iba a recibir ahora, después de más de dos siglos, su primera modificación.»
El día siguiente, The Times londinense anunciaba: «REVOLUCIÓN EN CIENCIA. Nueva teoría del Universo. Ideas newtonianas desbancadas». Y así, Albert Einstein pasó de ser un físico reconocido y admirado por sus colegas, a convertirse en un personaje famoso mundialmente, dudoso pero eficaz e innegable trono en el que aún permanece como uno de los más grandes científicos de todos los tiempos (en mi opinión, sólo Isaac Newton puede arrebatarle el primer puesto en una hipotética escala de esos «grandes»). Reconociendo su importancia, cuando estaba próximo el final del siglo XX, centuria tan terrible como maravillosa, en su último número del año (31 de diciembre de 1999) la revista estadou¬nidense Time, designó a Einstein «Person of the Century» («Personaje del siglo»). Quedaron «finalistas», Franklin Delano Roosevelt y Mohandas Gandhi, tres personajes bien adecuados a los tres grandes apartados que caracterizaron el siglo XX: «Ciencia y tecnología», «Democracia» y «Derechos civiles».En cuanto a la teoría cuyo centenario celebramos ahora, la relatividad general, continúa manteniendo su vigencia, enriquecida desde hace décadas al ser confrontada con objetos astronómicos – como cuásares, púlsares, estrellas de neutrones o agujeros negros – para los que la vieja, venerable, física newtoniana poco podía decir.
José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Real Academia Española y Premio Nacional de Ensayo 2015. El 25 de noviembre impartirá una conferencia conmemorativa por el centenario de la Relatividad en la en la Fundación BBVA, y publicará su nuevo libro Albert Einstein. Su vida, su obra y su mundo, coeditada por esta misma institución.
Sé el primero en comentar en «El siglo de Einstein: cien años del Universo relativo»