Cómo se fue el envío al Oeste de hijos de inmigrantes desde Nueva York y otras ciudades
Es la cara oculta del sueño americano y duró hasta 1930
Muchos niños terminaron ‘esclavizados’
Uno de los ‘Trenes de huérfanos» que entre 1854 y 1930 llevaron a los niños desde la Costa Este hasta el Medio Oeste de EEUU.
A mediados del siglo XIX Nueva York fue la puerta de entrada a América para millones de inmigrantes que llegaban huyendo de la crisis, las hambrunas y las persecuciones que tenían lugar en Europa. La ciudad, en plena expansión, ejercía un potente efecto llamada pero a medida que se convertía en el centro industrial y financiero del país y del mundo, también crecía la pobreza de gran parte de sus habitantes. Lo hacía hasta tal punto que se calcula que en 1854 y sólo en sus calles malvivían más de 35.000 huérfanos y menores abandonados o vagabundos, una realidad que se repetía en otras muchas ciudades de la Costa Este.
Los menores comenzaron a ser un problema social, una realidad incómoda que había que esconder y para la que el pastor metodista Charles Loring Brace ideó un infalible remedio. Creó la ‘Sociedad de Socorro a la Infancia’ con el claro objetivo de acabar con «los delincuentes y vagos menores de edad» que abarrotaban las calles de Nueva York. El proyecto, sobre le papel evangelizador de Loring Brace, que contó con la aprobación y el apoyo de las instituciones gubernamentales y religiosas y de las grandes corporaciones empresariales, acabaría convirtiéndose en una forma más de la esclavitud que pervivió en Estados Unidos hasta bien entrado del siglo XX y en una de las muchas caras ocultas y terribles del sueño americano.
La Sociedad de Socorro a la Infancia puso en marcha los Trenes de huérfanos que funcionaron durante más de 75 años -hasta 1930- y transportaron a más de 250.000 niños desde las pujantes ciudades de la Costa Este, a la que no paraban de llegar inmigrantes, hasta el Medio Oeste para ser supuestamente adoptados.
La realidad es que al llegar a su destino la inmensa mayoría de los menores se convirtió en mano de obra gratuita para granjeros e industriales que les explotaron bajo contrato. Los trenes efectuaban diferentes paradas y en cada una de ellas los niños, despojados de identidad y dignidad alguna, eran obligados a bajar y formar, ordenados por estatura, frente a las familias del pueblo que se reunían para inspeccionarles en el sentido más literal: se les examinaban los dientes, los ojos y los miembros para determinar si un niño era lo bastante fuerte para el trabajo en el campo o disponía de la habilidad y el buen carácter necesarios para cocinar, limpiar y servir en una casa.
Los bebés y los chicos de mayor edad eran los primeros en ser escogidos; las niñas mayores eran las últimas. Después de un breve periodo de prueba, los menores eran definitivamente asignados a las familias de acogida o devueltos al tren para probar fortuna en la siguiente ciudad.
El discurso del pastor
Charles Loring Brace argumentaba que el trabajo duro, la educación, la crianza firme y compasiva, y los valores cristianos eran la única forma de salvar a estos niños de la depravación y la pobreza. Las ciudades e la Costa Este ya no tenían huérfanos, pero aquellos niños, en su mayoría inmigrantes irlandeses, italianos o polacos, seguían sin tener hogar.
Los Trenes de huérfanos forman parte de la vergonzosa cara B en la historia de un país que solo está escrita por los vencedores, que glorifica al dinero e idolatra a magnates y generales, pero que es capaz de enterrar en el olvido a los miles de menores que fueron movilizados y explotados. La vergüenza, el desarraigo y el sufrimiento llevaron a los niños de los trenes a ocultar esta historia en su vida adulta y solo cuando sus hijos o familiares de segunda generación les animaron a hacerla pública se sintieron capaces de ello. Este silencio fue perfecto para las sucesivas administraciones que nunca quisieron reconocer la realidad ni menos aún paliar el daño causado. Hasta 1960, el Gobierno no tuvo ningún control sobre estos menores ni entró en contacto con ellos y si lo hizo fue solo tras ver el anuncio puesto en varios periódicos por dos mujeres, que en su infancia fueron pasajeras involuntarias de los trenes, para localizar a más personas en su situación.
Así, también por casualidad, descubrí yo este oscuro e incómodo episodio en la historia de Estados Unidos una desapacible tarde del invierno de1983 en casa de mis suegros, en Dakota del Norte. La nieve y el frío eran terribles fuera, el repertorio de juegos de mesa se había agotado y bucear en las estanterías de la casa curioseando qué podía leer me deparó un hallazgo que iba cambiar mi vida: el bisabuelo de mi marido había sido uno de los huérfanos de los trenes. Se llamaba Frank Robertson, y viajó en uno de aquellos trenes desde Nueva York hasta Hamestown, en Dakota del Norte junto a sus cuatro hermanos cuando tenía 10 años. El clan familiar procedía de Missouri.
No daba crédito a que aquella historia tan terrible hubiera permanecido prácticamente oculta. Comencé a investigar y a leer, me entrevisté con buena parte de aquellos niños que aún vivían (unos 145 encontré)… El objetivo siempre fue sacar a la luz una historia deliberadamente escondida, la de aquellos trenes de la vergüenza, devolver a aquellos huérfanos su dignidad e identidad arrebatadas y luchar para que la cara oculta del famoso sueño americano también figure en los libros.
El trabajo de investigación concluyó con una novela: El tren de los huérfanos que ya han leído más de dos millones de personas sólo en Estados Unidos y que ha sido publicada en 40 países. Como sociedad y como seres humanos tenemos la obligación de mantener viva la memoria.
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