La devastación del sismo de Iquique y el incendio de Valparaíso, que afectó a los más pobres, dejaron en evidencia los puntos más vulnerables del crecimiento.
La postal es la siguiente. Ocurrió hace unos diez años, durante una campaña de desratización en La Pincoya, un barrio al norte de Santiago, y por lejos una de las poblaciones más pobres y estigmatizadas del país. Allí, entre calles de tierra y lodo, casas construidas con lo que sea, y cerdos y gallinas criados para poder llenar la mesa de vez en cuando, un niño de unos ocho años hizo frente a los periodistas una broma capaz de desarmar al más frío: «Acá somos tan pobres que no tenemos ni caries».
No es nada nuevo. Son las villas miseria argentinas, las favelas brasileñas o las chabolas españolas. En Chile las llaman «poblaciones callampa» (hongo), por su audaz afán para multiplicarse en las peores condiciones posibles. Aunque cada país las nombre como quiera, sus únicos sinónimos son la pobreza, la marginación y la triste capacidad de saltar al primer plano sólo tras las catástrofes o desastres de turno.
El violento sismo de Iquique de comienzos de este mes (de 8,2 grados) destruyó o dañó parcialmente casi 10.000 casas en el norte del país, muchas de ellas viviendas sociales de mala calidad o campamentos instalados en urbanizaciones espontáneas lejos de las visitas turísticas y las prioridades oficiales.
No alcanzaron a pasar 15 días, cuando el incendio de Valparaíso quemó otras 3000 viviendas, dejó a unas 13.000 personas sin casa y mostró al mundo que existía otra realidad, mezquina y amarga, en las quebradas de los cerros del puerto chileno, a pocas cuadras de exclusivos restaurantes, la famosa casa de Neruda y, acaso lo más irónico, del imponente edificio del Congreso.
La canción también parece ser la misma, como sonó tras el sismo de 2010. Su letra habla de ese Chile, a medio cocinar, que se debate entre la puerta del horno para salir del subdesarrollo con sus flamantes credenciales de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y la desalmada crudeza para desviar la vista ante los cientos de miles que aún viven en condiciones indignas: sin alcantarillado, colgados al tendido eléctrico, en medio de basurales, analfabetismo, crecientes focos de delincuencia y la certeza de que las políticas sociales y oportunidades son para cualquiera menos para ellos.
«Tanto Valparaíso, como Alto Hospicio y las demás ciudades del Norte afectadas por el terremoto, dejan al desnudo la enorme pobreza existente en el Chile neoliberal, administrada por la Concertación y la Alianza», dice, con algo de rabia, el sociólogo Rafael Gumucio Rivas.
De acuerdo con las cifras del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas (PNUD), la extraordinaria disminución de la pobreza que se logró desde el fin de la dictadura hasta la mitad de los gobiernos de la Concertación, se desaceleró e incluso mostró rebotes de crecimiento hacia fines de la década pasada.
Las tasas de pobreza e indigencia por región tampoco son halagüeñas: sólo las regiones de Antofagasta, beneficiada por el boom de la minería, y la de Aysén y la Antártica Chilena registran cifras de pobreza bajo los dos dígitos. De acuerdo con la OCDE, Chile es hoy el país con más desigualdades en los ingresos entre ricos y pobres, aun cuando es uno de los pocos que corrigieron algo esa tendencia desde la crisis financiera de 2008.
Dentro de los 34 países miembros, Chile asoma como el cuarto con mayor proporción de pobres (18% de la población con ingresos inferiores al 50% de la media).
Pero si existe un índice que los críticos suelen citar hasta el hartazgo es el coeficiente Gini, que compara los ingresos del 10% más rico con los del 10% más pobre. Con un aplastante 0,50, Chile supera ampliamente la media OCDE de 0,31 y se acerca a la media latinoamericana (0,52).
Las encuestas también chocan entre el Chile que vemos y el que está detrás del espejo. De acuerdo con un sondeo del Centro de Estudios Públicos (CEP), el 52% de los chilenos cree que las principales causas de la pobreza se deben a la falta de educación. En un segundo lugar, se cree que la «flojera y falta de iniciativa» (47%) son otras de las mochilas que impiden acceder a una vida mejor. Tras ello, la responsabilidad se reparte entre vicios y alcoholismo (27%), pocas oportunidades (23%), abusos del sistema (13%) y malas políticas económicas del gobierno de turno (11%),
Los cruces estadísticos permiten rebatir la asociación entre pobreza y falta de iniciativa. La encuesta de ocupación y desocupación de la Universidad de Chile arroja que, en un país cercano al pleno empleo, el quintil más pobre sufre un 20% de desempleo frente al promedio de 6,2%, la mayor brecha desde 1980.
«Muchísimos quieren, pero no pueden; buscan, pero no encuentran. La gran paradoja es que muchos que tienen trabajo siguen siendo pobres. No es sólo un problema de acceso al empleo, sino de la calidad del trabajo. Y si no terminamos de entender esto, nuestra autocomplacencia será la principal responsable de que en Chile los pobres tengan muy pocas posibilidades de dejar de serlo», explica Cristián del Campo, superior provincial de los jesuitas.
PERÍODO DORADO
El éxito del modelo chileno tuvo un «período dorado», que fue desde 1986 a 1997, con un crecimiento promedio del 7,6%. El PBI per cápita se multiplicó desde 2100 dólares en 1990 hasta los casi 19.000 actuales, que ubican al país a las puertas del mundo desarrollado, a la caza de Portugal, que con 23.000 dólares es el más «pobre» de ese grupo.
Los números cuadran a la perfección. Sin embargo, las fallas parecen ubicarse del lado de la equidad y de la institucionalidad, específicamente sobre las deficiencias que impiden la adopción de políticas adecuadas para el siguiente paso.
El gobierno de Michelle Bachelet dice haber entendido esa necesidad de cambios radicales y reformas profundas, que buscan atacar una desigualdad que proviene desde la propia cuna y que se ve amplificada durante la infancia y juventud por la escandalosa distancia que existe entre la educación pública y la privada. Para ello, la Nueva Mayoría apuesta por tres ejes que apuntan a corregir el modelo con una reforma tributaria, otra educacional y una nueva Constitución. Pero los desastres naturales han vuelto a salirle al paso.
Nunca se supo qué fue de ese niño de La Pincoya. Estadísticamente hablando, lo más seguro es que sí tenga caries, que recibió una educación de mala calidad, que estuvo expuesto a diversos flagelos sociales, que seguramente no tuvo muchas oportunidades laborales y que, cada vez que se postula para algún trabajo, debe morderse la lengua y mentir sobre su lugar de origen. El Chile que le prometieron deberá seguir esperando.
Entre las cenizas, los pequeños testimonios de un mundo de necesidad
Las estadísticas hablan de 3000 casas arrasadas por las llamas en los cerros de Valparaíso, viviendas precarias e indefensas de familias que apenas contaban con lo mínimo para llegar a fin de mes. Pero ningún número revela mejor las huellas de la pobreza de ese mundo, tan ajeno al paraíso del consumo, que los escombros de objetos cotidianos que ahí estarán para el estudio de arqueólogos del futuro. Desde un celular tan viejo que casi ya no se ve o un farol de noche, hasta un par de alianzas en su sencilla caja de metal, que, pese a todo, venía resistiendo a la miseria.
Fuente: Por Carlos Vergara | LA NACION
Foto: Reuters
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