El Gran Leonardo da Vinci maestro de la pintura y el que da vida a musas misteriosas y seductoras. Cada una de sus pinceladas representa una vívida historia sobre mujeres fatalmente eternas.
Los retratos de mujer pintados por Leonardo dan testimonio, por las circunstancias de los encargos y por su realización, del nuevo ambiente económico, social y cultural que atravesaba la cambiante sociedad de su tiempo.
El primero de estos retratos lo pintó en el año 1474, o poco después, y en él ya se percibe el nuevo espíritu de la vida económica italiana del siglo XV. Corresponde a “Ginevra de Benci”, hija del acaudalado banquero Amerigo Benci, cuya fortuna era la segunda mayor de Florencia tras la de los Médicis. La joven tenía diecisiete años cuando, contrajo matrimonio con Luigi di Bernardo di Lapo Nicolini, próspero comerciante de paños y uno de los miembros del gobierno de la ciudad.
Meses más tarde, Bernardo Bembo, el embajador de Venecia, quedó cautivado por su hermosura y comenzó a cortejarla, siguiendo la moda de los amores platónicos que imperaba en la corte de Lorenzo de Médicis. Bembo, que entonces tenía algo más de cuarenta años, contrató a dos poetas para que celebraran la belleza y la virtud de Ginevra, autora a su vez de poesías.
En este contexto, se ha debatido acerca de quién encargó la pintura a da Vinci. Por una parte, pudo haber sido Amerigo, deseoso de tener un retrato de su hija, un testimonio de la hermosura de la joven que salía de su casa. Por otra parte, pudo ser Bembo quien pidiera a Leonardo que pintase a Ginevra. En el reverso de la tabla de madera de álamo sobre la que retrató a la muchacha, Leonardo pintó una continuación críptica de la historia de amor entre Ginevra y Bernardo. Sobre una imitación de pórfido rojo colocó una rama de enebro (en italiano ginepro, una alusión al nombre de Ginevra), en medio de una guirnalda de laurel y de palma, que constituía el emblema de Bembo. Las rodeó de una cinta con la inscripción Virtutem forma decorat, “La belleza adorna la virtud”.
Continuando con «La Belle Ferronière»: (también atribuida a otros pintores no solo a Leonardo) fue una de las amantes del Rey Francisco I de Francia. Era una burguesa de Paris, y recibiría su nombre de la profesión de su marido, ferronnier (trabajaba con fierros), o simplemente del nombre de su marido, llamado Ferrón. Este hombre fingió tolerar la conducta de su mujer, pero secretamente ideó una forma odiosa de deshacerse de ella y su amante real, contrayendo la sífilis. Ella murió pronto y Francisco I no se curó jamás.
Esta mujer dio su nombre (ferronniere) a una joya que consistía en una cinta o cadena que rodea la cabeza, inmovilizando el cabello, y que se cierra sobre la frente con un camafeo o una piedra preciosa. Este adorno se puso de moda entre las mujeres de Francia e Italia del siglo XVI, usándose para ocultar lesiones sifilíticas.
Sus ojos ardientes y su rostro ligeramente rojo conquistaron todas las miradas y robo el corazón de varios. De sirvienta, pasó a convertirse en un símbolo de audacia y poder por las relaciones frecuentadas.
“La dama del armiño”: Desde, al menos, finales del siglo XIX, la mayoría de los expertos han querido ver identificada a una jovencísima Cecilia Gallerani, quien, al poco tiempo de instalarse en la corte de Ludovico Sforza en Milán, se convirtió en la amante favorita del duque. Además, Cecilia fue una de las pocas mujeres con las que Leonardo estableció una amistad cercana.
Ha sido objeto de controversia el pequeño animal, perteneciente a la familia de los mustélidos. A pesar de que algunos han querido ver una comadreja, un hurón o un turón albino, aunque la tesis más aceptada es que se trata de un armiño. Al margen de la especificación zoológica, en el cuadro tiene una función principalmente simbólica: es una indudable alusión a Ludovico Sforza. El duque era llamado en ocasiones “Ermellino” (armiño, en italiano), apodo relacionado con el hecho de que en 1488 le fuese concedida la Orden del Armiño.
¡Y la emblemática! Sus ojos nos observan en silencio, mientras el mundo entero no puede quitarle la vista de encima. Su nombre, “La Gioconda”, deriva de la tesis más aceptada acerca de la identidad de la modelo: la esposa de Francesco Bartolomeo de Giocondo, que realmente se llamaba Lisa Gherardini, de donde viene su otro nombre: Monna (señora, en el italiano antiguo) y Lisa, su nombre.
La Gioconda ha sido considerada como el cuadro más famoso del mundo. Su fama se debe probablemente a las múltiples referencias literarias, a las diversas hipótesis sobre la identidad de la protagonista. Otra propuesta sobre su identidad ha sido que la modelo pudo ser un amante del propio Leonardo, un adolescente vestido de mujer, también un autorretrato del autor en versión femenina o incluso, una simple mujer imaginaria. A este respecto, Sigmud Freud sugirió que la pintura reflejaba una “preocupante masculinidad”. Estudios que apoyan la teoría de la identidad masculina del modelo lo identifican como Gian Giacomo Caprotti, al que Da Vinci llamaba Salaí (es decir, «pequeño diablo»), era un niño humilde que ingresó al taller a los 10 años. Y terminó quedándose con Leonardo durante 25 años algunos lo sindicaban con un trato como de hijo y otros como su pareja.
Cada uno de los retratos de Leonardo es una obra maestra atemporal que captura la belleza y al mismo tiempo evoca historias, emociones y una fascinación infinita.
Leonardo da Vinci conocía bien los cambios producidos en la sociedad italiana desde que, siendo aprendiz, acompañó a su maestro Andrea Verrocchio en un viaje de Florencia a Venecia, pasando por Ferrara, Mantua y otras importantes ciudades. En el viaje aprendió que la Italia de los príncipes y de los mercaderes se asentaba en el influyente papel de las mujeres en la vida cultural.
Gentileza
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.





