Fue uno de los más grandes autores del idioma español y sólo el paso del tiempo hizo que las nuevas generaciones lo crean sólo una avenida o una calle importante.
Había nacido en el interior del Interior, en Villa María del Río Seco, en el norte de Córdoba localidad que entonces era disputada entre las provincias de Santiago del Estero y Córdoba. Lugones aprendió las primeras letras y tuvo una formación católica muy estricta gracias a su madre, que luego rechazó vehementemente.
Sus libros, como “La Guerra Gaucha”, “El imperio Jesuítico” y muchos más lo convirtieron en el más grande de los escritores de su tiempo en Argentina y en el mundo hispanoparlante. Fue un escritor modernista y polímata. Fue a la vez narrador, poeta, periodista, historiador, bibliotecario, pedagogo, docente, traductor, biógrafo, filólogo, teósofo, diplomático, político y simpatizante nacionalista.
Tuvo un comportamiento errático en política, pero con su pluma siempre brilló. Su hijo, Comisario y jefe de la Policía, inventó el infame uso de la picana eléctrica para la tortura, que luego se aplicaría a su nieta en los años de la Dictadura, antes de arrojarla desde un avión en vuelo, sobre el Río de La Plata.
A sus 52 años estando casado, se enamoró de una veinteañera, María Alicia Domínguez, una poeta, novelista y ensayista argentina y con quien mantuvo una relación sentimental muy apasionada.
En aquellos años, entre los más jóvenes se había puesto de moda atacar al escritor que había sido adorado por las generaciones juveniles anteriores. Una de las cultoras de esa moda fue María Alicia estudiante de Letras, con condiciones literarias para destacarse, varias poesías publicadas y veintidós años cumplidos en 1930, era, además, profesora de Instrucción Cívica y Castellano en la Escuela Comercial Sud nro. 4.
En una entrevista para el diario La Razón le preguntaron qué opinaba de la poesía de Leopoldo Lugones y respondió: «No me gusta. Carece de humanidad y de lirismo». Jamás pensó que, un mes después de aquella manifestación desafortunada, necesitaría una mano del hombre al que había criticado tan livianamente.
María Alicia recibió un nombramiento de Asistente Técnica que esperaba con ansias. Pero los horarios de los dos trabajos se superponían. Se le ocurrió que, como la tarea de asistencia era en el Ministerio de Educación, podía gestionar que las horas cátedra se cubrieran en la Biblioteca del Maestro. Para lograrlo, debía convencer al director de la biblioteca: Leopoldo Lugones.
Le escribió una carta, explicándole el problema que tenía y al día siguiente Lugones la citó en su despacho. Después de un intercambio un poco tenso, Lugones le propuso una solución: una fusión de tareas en la misma oficina en donde ella trabajaba. Ese día comenzó una relación que trascendió la amistad.
En el Ministerio de Educación, las visitas de María Alicia Domínguez a Leopoldo Lugones se hicieron habituales. Pasaba mucho tiempo en el despacho del director. Él leía poesías y le regalaba libros. Juntos tomaban el té en el despacho.
En enero de 1938, Lugones le regaló su lapicera de madera, muy rudimentaria, y le aclaró: «Es la que he usado toda mi vida, tampoco he tenido más que un par de anteojos». Se dice que cuando una persona con el carácter abatido entrega un objeto preciado, es porque está despidiéndose. Lejos estuvo de sospecharlo su amiga.
Ella fue la última persona de confianza que estuvo junto al poeta antes de que se quitara la vida. «La última vez que vi a Leopoldo Lugones fue el viernes 18 de febrero de 1938, a las dos y media de la tarde más o menos. Crucé, como tantas veces, el corredor que separaba nuestras oficinas. Me sorprendió su gravedad, una dulce gravedad, serena, que parecía volverlo distante”, contó posteriormente María Alicia. Aquel viernes de calor sofocante, Lugones le contó en confidencia a su joven amiga que el nuevo gobierno lo había citado en Campo de Mayo en relación a unas armas que había guardado durante los episodios del golpe de estado de 1930. María Alicia, preocupada, le pidió que la llamara para asegurarse de que todo estuviera bien. -Si puedo, te llamo-, fueron las últimas palabras que escuchó de Lugones.
Anteriormente, el escritor había llamado a su casa para decirle a su mujer, Juana González, que tenía mucho calor y que partiría al Tigre, para descansar y tomar algo fresco. Abandonó su despacho y caminó hasta Retiro, donde compró un boleto de tren a Tigre. Solo de ida.
María Alicia Domínguez continuó con sus tareas y quedó a la expectativa de que sonara el teléfono. En la estación terminal de Tigre, el hombre preguntó cuál era el recreo más alejado y tomó una lancha colectiva hacia una hostería llamada “El Tropezón”. Allí pidió una botella de whisky. Nunca tomaba whisky. Recién luego de varios fondos blancos se instaló en la habitación número 19, con la botella, y pidió que no lo molestaran hasta la hora de comer. Murió esa tarde, la del 18 de febrero de 1938, luego de ingerir whisky, cianuro y desazón….
Una de las hipótesis acerca de la causa de su suicidio es que Lugones estaba muy enamorado de esa muchacha, y su hijo, ese torturador tortuoso y sin honra, que fuera acusado de pedófilo, lo persiguió y lo hostigó para que ese amor no continuara. Y hasta fue a ver al padre de la joven y lo amenazó con internarlo en un manicomio, declarándolo demente.
Cuando ella murió, soltera, en 1981, se cumplió con su única voluntad. Que se la enterrara con un oso de peluche. Es que quería estar con el regalo que le hiciera, muchos años atrás, el último de los escritores románticos, ese cordobés incomprendido y genial llamado Leopoldo Lugones.
En su biografía de Lugones, la escritora Cristina Mucci agrega un dato. Le contaron en El Tropezón que, una vez, una empleada de la Biblioteca del Maestro fue a visitar el cuarto donde murió el poeta y «se arrojó con desesperación sobre su cama y se largó a llorar». Su identidad nunca pudo ser establecida, pero creo que todos podemos intuir quien fue…
P.D.: Quiero agregar que, con las mismas cosas vividas, a su amiga se la nombra como Emilia Cadelago sin poder acertar cuál de los dos nombres es el real. Pero opto por el primero porque así la nombra siempre, el historiador Daniel Balmaceda y es en su investigación en la que confío.
Gentileza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
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