Durante siglos, la Navidad pasaba por ser la época más espeluznante del año, y las familias se reunían alrededor del hogar, tejiendo historias sobre la muerte y lo sobrenatural. No es casualidad que la ficción navideña victoriana por excelencia, “Cuento de Navidad” de Charles Dickens, sea además una historia de fantasmas, depositaria de una tradición tan antigua como enviar cartas a amigos y familiares expresándoles los mejores deseos para Año Nuevo.
Las primeras tarjetas se imprimieron en Londres, por encargo de Sir Henry Cole e ilustrados por John Callcott Horsley en diciembre de 1843. Se produjeron mil tarjetas a un chelín cada una, beneficiándose de la Reforma Postal que hizo más asequible los envíos a cualquier parte del Reino Unido. Hasta entonces, era el destinatario quien pagaba los elevados costos, por lo que la nueva ley no solo aumentó drásticamente el volumen de correspondencia, sino que facilitó que prosperara el negocio de las felicitaciones.
A medida que crecía la popularidad de las tarjetas navideñas, los victorianos exigían más novedades. Algunos fabricantes incorporaron flecos de seda, accesorios brillantes y mecanismos musicales a sus bucólicas estampas de flora y la fauna, viñetas domésticas y cenas familiares. Pero poco a poco el lado más oscuro de la sociedad victoriana se abrió paso en una colección de diseños oscuros y extravagantes. En un periodo en el que a las mujeres no se les permitía montar a caballo para no despertar sus pasiones femeninas, y las patas curvas de las mesas se cubrían con telas especiales para evitar la líbido masculina, la fascinación por la muerte y el clima de represión sexual resultaba una combinación explosiva.
Recibir una postal con un pájaro muerto, por ejemplo, resultaría inquietante hoy en día. Seguramente la interpretaríamos como un mal presagio o una amenaza velada cuando, en realidad, más bien pretendía ser todo lo contrario. En el siglo VIII, el Venerable Beda, considerado uno de los más grandes eruditos del período anglosajón, presenció el vuelo de un gorrión por el salón de un castillo donde se reunía la nobleza a celebrar la Navidad. Para el monje, el fugaz paso del ave fue un recordatorio de lo rápido que pasan nuestras vidas, mientras el resto de comensales, ajenos a la metáfora, fueron incapaces de levantar la vista del plato. Así pues, el cadáver del gorrión invitaba a valorar “el más preciado de nuestros dones” en unos tiempos en los que la esperanza de vida era increíblemente baja en Inglaterra. En el caso de las familias más pudientes, rondaba los 45 años; algo más de la mitad si pertenecías a la clase obrera, cuyos hijos podían sentirse afortunados de sobrevivir a los 5 años.
Por eso no debería extrañarnos que la muerte fuera un tema recurrente, y más aún en una época del año en la que las temperaturas descienden a mínimos históricos y sabemos que “La pequeña cerillera” de Hans Christian Andersen muere congelada en la víspera de Año Nuevo de 1845. Bajo el lema “que la tuya sea una Feliz Navidad”, la postal apelaba a la caridad; pero, si en lugar del gorrión, se trata de un petirrojo o un reyezuelo, el dibujo evocaría además la celebración del 26 de diciembre, el Día de San Esteban, cuando era tradición sacrificarlos para tener buena suerte el resto del año. Los ecos de esta costumbre han sobrevivido en comunidades de Terranova como Colliers, donde los niños fabrican sus propios pájaros con papel o madera y los llevan de puerta en puerta, bendiciendo a los ocupantes de cada casa a cambio de monedas o dulces.
Pese a que las celebraciones navideñas pasaron de las juergas medievales, presenciadas por el Venerable Beda, a la tranquilidad y el recogimiento de que dictaba la moral victoriana, las felicitaciones conservaron numerosos vestigios de aquellos ritos del pasado en el que los pobres intercambiaban sus roles con los poderosos, y los excesos desembocaban inevitablemente en vandalismo, robos y agresiones.
Todo ello, unido al interés cultural por las hadas, los lugares secretos y las extrañas criaturas tuvieron que ver con la derivación fantástica de algunas ilustraciones. La leyenda popular que acusaba a San Nicolás de reclutar al Diablo para que le ayudara a cumplir con sus entregas navideñas, justificaría la imagen en la que introduce en su saco a los niños que han sido malos, estableciendo conexiones más que evidentes con algún mito germano como el del diablo de la navidad.
Gentileza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
Sé el primero en comentar en «Extrañas postales Victorianas – Por:. Beatriz Genchi»