La villa LGBTIQ+ que existió en Costanera Norte – Buenos Aires fue el telón de fondo del aclamado film Mía, que albergó durante los ’90 y primeros años del nuevo siglo una «Aldea rosa» fundada por cartoneros gays y travestis en respuesta al cardenal Pedro Quarracino, quien en 1994 había propuesto que las personas LGBTIQ+ «vivan en una especie de país aparte».
El lugar estaba ubicado sobre una península ganada al Río de la Plata que se encuentra detrás del Pabellón 2 de Ciudad Universitaria, y al que sólo se accedía por un rústico sendero en medio de la maleza.
La convivencia con la población universitaria tuvo sus luces y sombras: mientras algunos estudiantes acompañaban las protestas y algunos profesores pusieron su conocimiento al servicio de los aldeanos, también llegaron a cortarles un precario suministro de agua.
La también denominada «Villa gay» llegó a albergar a 325 almas, entre las que había personas travesti/trans pero también cisgénero, que vivían solas o en parejas homosexuales o lesbianas pero también en vínculos heterosexuales.
La experiencia de «La Isla Bonita» sobrevivió varias veces a las topadoras, pero concluyó abruptamente en 2006, cuando sobrevino el desalojo definitivo para la construcción de la Reserva Ecológica Costanera Norte.
La voz era: ”¿Che viste que Quarracino dijo que los … tienen que vivir en una isla? ¡Yo tengo el lugar!” Era todo monte. “¿Y qué hacemos?”, dijimos. “¡Vamos a hacer un rancho!”, le contó «La Pedro», uno de los fundadores a la doctora en antropología María Carman en 2011 para su libro «Las trampas de la Naturaleza».
La mayoría de los pobladores se dedicaban al cirujeo. aunque también había quienes estaban ofreciendo “servicios” en las calles, la albañilería o la limpieza, y por eso los precarios ranchos de madera, lona, chapas y cartones que no tenían luz, gas, agua ni cloaca, podían tener elementos suntuarios en su interior como arañas de caireles o alfombras persas recuperadas de la «basura de ricos».
«Además de la posibilidad de aislamiento, ese lugar les da la posibilidad de cartonear en una zona muy cara de la ciudad y eso le daba una estética muy particular, con una convivencia extraña de elementos decorativos», contó la activista trans Marlene Wayar que en aquellos años acompañó la lucha por una solución habitacional permanente.
«Recuerdo que traían paquetes de ropa que estaba doblada, planchada y con olor a enjuague y que los niños jugaban con dos gomones carísimos que los metíamos al río», dijo.
En aquel momento, la activista asistía al lugar «de una original irreverencia” decía. Para acompañar a los residentes como lo hacían referentes de la CHA (Comunidad Homosexual Argentina)
, el Cels y Amnistía Internacional. «Empezamos a acompañarlos y a negociar con el gobierno de la ciudad para que no los echara, pero nos traicionó y un feriado de invierno los desalojó violentamente, destruyendo las casas e incendiando sus cosas», contó.
«La gente se quedó debajo de un puente cercano, en una situación mucho más precaria. Y resistimos con esas personas, a quienes les llevábamos comida y acompañábamos a pasar la noche. La idea era darles herramientas para reclamar por sus derechos», contó.
El activista explicó que los desalojados no sólo pedían una respuesta de largo plazo, sino que les permitiera «seguir viviendo en comunidad», seguir dedicándose al cirujeo y mantener sus mascotas; todo lo cual perderían si accedían ir a vivir a los hoteles que les ofrecía momentáneamente el gobierno porteño.
«Después de una pelea larga conseguimos que nos alquile una casa chorizo de Constitución para que puedan vivir en diferentes habitaciones, y eso duró unos años hasta que se disolvió por problemas internos», contó.
Incluso hubo un caso, el de un hombre gay conocido como «La chilena», que se convirtió en activista por los derechos de la diversidad y vivió varios años en la sede de la CHA.
«Con la aldea gay empezamos a tomar conciencia de que había una población de nuestra comunidad que no estaba siendo tenida en cuenta, una población que sale por fuera de la maricoteca a la que uno iba a bailar, de nuestro ámbito acomodado», dijo el periodista y psicólogo Facu Soto, autor de la biografía de César Cigliutti «Todas Reinas» que tiene un capítulo dedicado al tema.
«De hecho hasta el día de hoy, hay otra mirada y por eso cuando apareció la pandemia, un montón de las organizaciones se unieron para atender las necesidades de las poblaciones LGBTIQ+ más vulnerables», contó.
Algunos de los fundadores de la Aldea fueron volviendo a conformar el asentamiento con las mismas características que tenía en 1998, aunque a partir de 2001 se hizo mayoritaria la presencia de parejas heterosexuales con hijos que habían quedado en la calle como consecuencia de la crisis económica. «Las familias heterosexuales que llegan después con la crisis del 2001, reconocían el liderazgo de los fundadores y se sentían muy agradecidas de haber sido aceptadas por el gremio gay, a quienes la presencia de esas familias les dio más protección frente a la violencia policial», dijo la doctora en antropología María Carman. Además de llevar la voz cantante en la defensa del lugar contra las amenazas de desalojo, la población LGBT «reivindicaba su condición de guardianes de la naturaleza» que impedían las descargas clandestinas de basura en el lugar.
Para esta académica, la aldea gay y la villa Rodrigo Bueno emplazada a pocos kilómetros de allí y también en las riberas del Río de la Plata, «son dos procesos» coetáneos de ocupación y lucha por el espacio «que los tenes que pensar en simultáneo» dice la Dra.
Pero a diferencia de la villa de Costanera Sur – que permanece en pie, ya convertido en barrio- la Aldea Rosa fue removida, a pesar de que sus integrantes se habían conformado en cooperativa de vivienda y estaban avanzados los planes de mudanza a un predio de Pilar, donde el gobierno porteño les subsidiaría la construcción de casas prefabricadas.
«Fue un problema de voluntad política porque era un gran plan que no significaba una gran inversión de dinero. Pero no prosperó y termino con lo de siempre, que es darles un poco de plata», explicó. Carman asegura que después del desalojo de 2006, que no fue violento, sobrevino «mucha desgracia» porque los pobladores terminaron «todos desperdigados» y no faltaron los finales «trágicos» como aquel que falleció atropellado por el tren o el otro que murió de Sida tras haber discontinuado su tratamiento.
«Es importante reconstruir este y otros episodios de nuestra historia como comunidad, que por suerte lo estamos empezando a hacer, con inversión intelectual de recursos», concluyeron referentes de la CHA.
Gentileza;
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
Sé el primero en comentar en «La Aldea Rosa – Por:. Beatriz Genchi»