Si hoy disfrutamos de ediciones de bolsillo, manejables e impresas, con tipografías perfectamente legibles, se lo debemos a la genialidad de Aldo Manuzio. Incluso detalles aparentemente menores, como la mención del autor y el título de la obra en la portada del libro, o la numeración de sus páginas (los primeros incunables carecían de todo ello), también son fruto del pragmatismo de aquel italiano.
Lo significativo de estas y otras muchas innovaciones que aportó Manuzio hace más de quinientos años, y cuya vigencia prueba su acierto y oportunidad, no es solo que dieran forma al libro impreso actual, sino que las pusiera al servicio de un proyecto colosal: recuperar y difundir el legado de la cultura grecolatina con la esperanza de regenerar la humanidad.
El epicentro de tan ambiciosa empresa fue Venecia. Gracias a su estabilidad política y su dinamismo económico, la ciudad de los canales era un emporio comercial que gozaba de una intensa vida intelectual, impregnada del espíritu humanista y ávida, por tanto, de belleza, ciencia y sabiduría.
En aquel ambiente no es extraño que la “sana epidemia” de la imprenta, de la que habla Enric Satué en El diseño de libros del pasado, del presente y tal vez del futuro (1998), se extendiese con celeridad y florecieran talleres tipográficos como en ninguna otra urbe europea, hasta convertir Venecia en la capital editorial del mundo.
Fue en las postrimerías del siglo XV cuando Manuzio se instaló en ella y empezó a trabajar en el taller de quien, años después, sería su suegro, Andrea Torresani.
Manuzio se reinventó como impresor y tipógrafo a los 45 años, edad inusual en aquellos tiempos para un cambio de rumbo profesional. Sin embargo, la nueva ocupación no lo desvinculó de la que había desempeñado antes de recalar en Venecia, al contrario, la imprenta le permitió desarrollarla de manera distinta y darle un alcance universal.
Como para enseñar griego estaba obligado a recurrir a las traducciones latinas de los autores helenos, porque apenas existían libros impresos en la lengua de Platón. Insatisfecho con aquellas traducciones de calidad tan dudosa como su fidelidad al original, que ponían en riesgo la comprensión veraz del conocimiento que atesoraban, Manuzio decidió acometer la gesta de publicar las grandes obras del pensamiento, la ciencia y la literatura de la Grecia antigua en su lengua original. Una tarea imposible sin la ayuda de eruditos y mucho dinero.
Aunque el proyecto de un impresor novel que apostaba por editar textos en griego despertara dudas sobre su viabilidad, los socios de Manuzio aportaron el capital necesario. El grueso de la inversión se destinó a la compra de los metales con que fundir los tipos del alfabeto griego. La fabricación de letras, ligaduras y otros signos fue costosa y compleja. Manuzio encargó más de un millar de tipos distintos a Francesco Griffo, tallador excepcional que ya había trabajado para otros impresores.
El éxito comercial disipó las dudas sobre el proyecto. Las ediciones de Manuzio sobresalían por la calidad de los materiales, la belleza de su factura, la perfección técnica de las impresiones y el rigor filológico de los textos. En este último aspecto fue decisiva la contribución del equipo que intervino en aquella empresa. La Academia aldina, que así fue llamado aquel deslumbrante consejo editorial, el primero en la historia, representaba también el punto de encuentro más importante de la tradición humanista italiana, un polo de ciencia y sabiduría a la altura de las principales universidades de su tiempo.
Con estrategia comercial, fruto de la sagacidad empresarial y la voluntad educadora del impresor, estableció la fórmula del libro moderno. En lugar de los pesados volúmenes de gran formato que anclaban al lector a salas de estudio y escritorios, Manuzio se inspiró en el reducido tamaño de los populares breviarios y libros de oración para idear ejemplares livianos y manejables que permitieran gozar de ellos en cualquier lugar.
Al mismo tiempo, el formato pequeño le obligó a inventar una nueva tipografía para aprovechar al máximo el espacio de la página. La inclinó ligeramente a la derecha y estrechó sus rasgos, imitando la letra manuscrita de escribanos y humanistas. Así nació la fuente cursiva.
Enormes tiradas de aquellos ejemplares se distribuyeron por Europa, y gracias a su practicidad y elegancia pasaron a formar parte de la indumentaria de la élite cultivada. Un símbolo de modernidad y cultura que amplificó todavía más el renombre de su artífice. Las ediciones aldinas habían alcanzado el estatus de marca de prestigio internacional, y su sello tipográfico, el áncora y el delfín, el de logo más famoso del Renacimiento. Curiosamente, Manuzio tomó de aquellas estampas el símbolo del áncora y el delfín para su marca tipográfica, haciendo suyo el sentido del proverbio latino al que alude, “apresúrate despacio”, para aplicarlo en su quehacer como impresor.
En la última etapa de su vida, Manuzio pasó por momentos convulsos. La cárcel y la guerra lo alejaron de su taller varios años. Para “tiempos tristes y tumultuosos”, como explicó que le tocó vivir, proponía un elocuente remedio: “Más libros y menos armas”.
Murió en 1515, dejando una herencia gigantesca que todavía perdura. En apenas dos décadas transformó el universo de la cultura impresa y legó a la humanidad el patrimonio bibliográfico más imponente de la antigüedad. Hazañas semejantes son difíciles de honrar.
En su funeral, a modo de homenaje y despedida, sus amigos rodearon el féretro con los libros que con tanta devoción y esmero editó el príncipe de los impresores.
Gentileza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
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