Alem, un notable jurisconsulto jeffersoniano, firmó un documento denominado Declaración de Principios como presidente de la Unión Cívica, el 23 de noviembre de 1891, junto a Joaquín Castellanos, Carlos A. Estrada, Daniel D. Tedín y Abel Pardo, conocido como Manifiesto Radical. El nombre de Unión Cívica Radical se lo utilizó oficialmente a poco andar aunque ya se utilizaba con anterioridad tal como queda consignado, por ejemplo, en una carta de Alem a Bernardo de Irigoyen publicada con el título de “Mensaje y Destino”.
En primer lugar, un pasaje clave del antedicho documento respecto de los bancos estatales y el emisionismo: “Es una conciencia argentina que el mal se ha producido por el exceso de oficialismo y de que los bancos oficiales han sido el agente activo de la ruina y la fortuna pública […] El banco oficial constituye un peligro permanente porque siempre será un medio político sujeto de las pasiones partidarias. Trabajar entonces contra este género de establecimientos es hacer obra de cordura y patriotismo […] Otro tópico digno de fijar la atención pública es el de poner límite a las emisiones fiduciarias y asegurar al país contra las leyes de curso forzoso”.
Segundo, un alegato formidable en defensa del comercio internacional libre expresado el 24 de agosto de 1884 en el periódico El Argentino, que dirigía Alem: “¿Es justo, es legal, es equitativo, despojar a la colectividad para que vivan, prosperen y se enriquezcan media docena de industriales? Y es aquí donde viene como anillo al dedo el corolario que hablamos, o para que se nos entienda mejor, donde cuadra perfectamente el estudio de las consecuencias lógicas a que puede dar lugar la prosecución del sistema proteccionista. No habrá una sola persona medianamente sensata que nos niegue uno de los efectos de la fijación de los derechos de aduana y la elevación gradual que las tarifas aduaneras ha producido […] la miseria del pobre.”
Desafortunadamente, con el tiempo ese partido fue cambiando de rumbo hasta producir un tajo –también radical– y separarse de los principios de su constitución original, primero en el gobierno de Hipólito Yrigoyen y especialmente a partir de la Declaración de Avellaneda en 1945 y luego su incorporación a la Internacional Socialista, con lo que se le dio la espalda al liberalismo inicial en línea con las propuestas alberdianas de nuestro texto constitucional de 1853/60.
El fundador del radicalismo en 1895 aludió al “pérfido traidor de mi sobrino Hipólito Yrigoyen” (su padre estaba casado con Marcelina Alem, hermana de Leandro). Es del caso recordar algunos aspectos de los gobiernos de Yrigoyen en cuanto a sus 18 intervenciones federales a las provincias (14 de las cuales sin ley del Poder Legislativo), su desprecio por el Congreso, al cual no visitó para la alocución inaugural, su rechazo a las muchas propuestas de interpelaciones parlamentarias, su insistencia con el incremento de la deuda estatal vía empréstitos, el aumento del gasto público, el incremento de gravámenes como el de las exportaciones, su indiferencia por la marcha de la Justicia quedando vacante la cuarta parte de los juzgados federales, la “semana trágica”, el comienzo del control de precios a través de los alquileres que derivó en el célebre voto en contra de tamaña disposición por parte de Antonio Bermejo en la Corte (escribió que “la propiedad no tiene valor ni atractivo, no es riqueza, propiamente, cuando no es inviolable por la ley y en el hecho”), las acusaciones de dolo no atendidas por hechos imputados en relación con el área de ferrocarriles y la disposición de fondos públicos para lo que se denominó Defensa Agrícola y la clausura de la Caja de Conversión, lo cual sentó la primera base para el deterioro del signo monetario.
Como una nota al pie, al efecto de ilustrar el ambiente del momento a contramano de todo lo propugnado por Alem, transcribo las declaraciones del ministro de gobierno –Carlos María Puebla– del primer gobernador radical de Mendoza, José Néstor Lencinas (aunque luego enemistado por razones de poder político con Yrigoyen): “La Constitución y las leyes son un obstáculo para un gobierno bien intencionado”. Por su parte, a Yrigoyen no lo caracterizaba la modestia, por ejemplo –en lo que puede entenderse de su lenguaje oscuro y generalmente incomprensible– escribió en Mi vida y mi doctrina: “Estoy profundamente convencido de que he hecho a la patria inmenso bien y poseído de la idea de que quién sabe si a través de los tiempos seré superado por alguien, y ojalá que fuera igual”.
Luego de la primera presidencia de Yrigoyen se sucedió el interregno de los “antipersonalistas” de la mano de la buena presidencia de Alvear para luego recaer en el segundo mandato de Yrigoyen, depuesto por la revolución fascista del 30 con la creación de la banca central, las juntas reguladoras, la destrucción del federalismo fiscal y el establecimiento del impuesto a los réditos, para más adelante –con el golpe militar del 43– acentuar notablemente el estatismo en medio de corrupciones alarmantes, controles cambiarios, de precios, de arrendamientos y alquileres, detenciones y persecuciones arbitrarias y torturas, lo cual se agudizó en la última etapa con las matanzas de la Triple A, continuación de un sistema quebrado para los jubilados y sindicatos autoritarios basados en el fascismo mussoliniano que perjudicaron (y perjudican) especialmente a los más necesitados.
Hay una nutrida bibliografía sobre las ideas y la conducta del fundador del radicalismo, las más sobresalientes son por orden cronológico: Telmo Manacorda, Enrique de Gandía, Francisco Barrateveña, Bernardo González Arrili, Félix Luna, Eduardo Augusto García y Ezequiel Gallo, todos ensayos de gran solvencia y rigurosa documentación que resultan indispensables como referencias para ulteriores investigaciones. Un retorno al origen liberal del radicalismo sería una inmensa contribución al futuro de nuestro país.
El autor completó dos doctorados, es docente y miembro de tres academias nacionales
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