San Rafael, Mendoza lunes 30 de septiembre de 2024

Otro año más en el que queda de lado la discusión por mejorar la institucionalidad

Congreso.jpgLa política, la Justicia y el empresariado distraídos en el cortoplacismo relegan un debate imprescindible para la vida pública argentina: qué hacer con las instituciones que son el pilar fundamental para el desarrollo económico y social. Una mirada para el consenso, único antídoto al desánimo.

La institucionalidad es siempre un concepto en movimiento. Nunca existe una institucionalidad plena, sino que se redefine, se expande, muta, se afianza y se ajusta a las necesidades de cada tiempo, y exige mayores definiciones cuanto mayor sea el riesgo de vulnerabilidad de su beneficiario final, que es la sociedad toda. Hacia allí debieran apuntar los esfuerzos de la clase política, de los agentes de la Justicia, de los actores sociales y del empresariado. Sin institucionalidad no existirá nunca clima de negocios propicio, seguridad jurídica, previsibilidad, seguridad alimentaria, libre competencia y hasta certidumbre electoral. Como una amalgama que une distintas sustancias, la institucionalidad atraviesa todas esas cuestiones y deja de ser un criterio abstracto, de aplicación vidriosa o de discusiones doctrinarias. Lo que la Argentina necesita está ahí, tan a la mano que la experiencia la muestra inalcanzable.

El país escogió dejar pasar otro año más sin enfocarse en una discusión que tenga este norte. El clima está enrarecido para abordar temáticas y la política -no solo la de los partidos con representación electoral sino entendiéndola como el modo de hacer- se inclina por un cortoplacismo que abruma por el escaso relieve. Y que lleva, constantemente, a una yuxtaposición de agendas que se buscan imponer en la opinión pública que ni siquiera evitan ser contradictorias de una semana a la otra. La mano apunta a la luna, pero todos miran y discuten el dedo. Los temas de fondo, las deudas pendientes para rescatar a gran parte de la población de la pobreza, la primarización de la economía, los desafíos ambientales para incrementar la producción, estabilizar las variables de vida, léase inflación, y recuperar la credibilidad en las instituciones que fijó la Constitución para ver una mejora en la calidad de vida colectiva, una vez más, terminan relegadas.

Este complejo artefacto en el que se convirtió el país, por otra parte, no deja nunca de funcionar y siempre consigue que con el último aliento y el impulso de un carácter particular de su gente que debiera ser estudiado en profundidad, hacer de la necesidad virtud y conseguir siempre un tiempo extra que le asegura una sobrevida. Este rasgo ha generado un exceso de confianza y nuevamente tiene como víctima la discusión de fondo respecto de qué instituciones necesitamos. Qué instituciones queremos. No sabemos. Ni siquiera lo discutimos. Creemos que discutimos algo parecido, pero en realidad forma parte de un guion repetido donde fuerzas antagónicas se disputan esa agenda que interpela a sus electorados más duros y afianza sus votos más fieles. Deberá pensarse si en 2023, cuando la campaña electoral se fagocite cualquier intento de elaboración de proyectos serios, los objetivos institucionales no deberían formar parte de una plataforma electoral que se precie de tal pero también de un programa de gobierno. Eso se le reclama a la clase política, pero también al resto de los actores que cuentan con responsabilidades dirigenciales, incluyendo sindicatos, magistrados, periodistas, etc. Todos forman parte del problema y de la solución.

La primera decisión de un inversor se apoya en la previsibilidad que le da una proyección para el retorno de sus ganancias. Ese gráfico suele carecer de elementos que, en Argentina, son determinantes: todo el contexto puede influir en que esa proyección sea solo un espejismo que muera en un papel. Es de nuevo allí cuando la institucionalidad juega un rol preponderante. Invisible pero determinante.

Por ir a un ejemplo, el 2022 arrancó con un fallo de la Corte Suprema que declaró inconstitucional el modelo de Consejo de la Magistratura que es un órgano constitucional que tiene por fin la selección de los mejores jueces y la sanción a aquellos que se apartan de su cometido legal. El año termina sumiendo a ese cuerpo en una nebulosa, judicializada, trabada, poco eficiente estadísticamente. Nadie parece tomar nota que ese conflicto explica buena parte de las malas prácticas que han acompañado las últimas décadas. De fondo, no existe un diseño de Consejo que tenga el objetivo de fortalecer las instituciones. El año también culmina con la altísima publicidad que generaron causas penales que involucran a funcionarios de altísima jerarquía de los últimos gobiernos. Esa es otra pregunta válida. ¿Hasta cuándo la vida política argentina definirá sus conflictos a través de los tribunales? El craso error de haber delegado este tipo de definiciones en los jueces por parte de la política no ha hecho más que empoderar al mismo sector que es criticado precisamente por terciar en temas que son traídos a tribunales a una suerte de arbitraje. Si nos gusta lo que falla el árbitro es que se hizo justicia, si no, es manipulación. Lo que no se advierte es que ese poder es expresamente delegado por quienes después dicen padecerlo (si pierden). En definitiva, la institucionalidad termina siendo para las oposiciones. Ningún oficialismo está dispuesto a entregarse a ella. Es incómodo. No reditúa, dicen.

En los últimos años vimos comisiones de reforma, proyectos de ampliación de juzgados sin un criterio claro, proyectos de ampliación de la Corte Suprema a niveles inviables, cambios en normativas absolutamente coyunturales y un menosprecio sostenido hacia uno de los poderes del Estado por estar (constitucionalmente) eximido de participar de elecciones. A la par, hemos asistido a espectáculos bochornosos de juicios orales, a fallos abiertamente contradictorios con el derecho, a relaciones impropias con mandatarios de turno y a despliegue de cinismo únicamente amparado en lo imposible que resulta sancionar a jueces y fiscales que se comportan mal, gracias a la ausencia de consensos básicos entre las fuerzas políticas mayoritarias de valorar lo que está bien y penalizar lo que está mal.

Ese punto basal ha impedido otras cuestiones. A saber: hace más de una década que no está designado el defensor del Pueblo. La Corte lo advirtió en 2016 cuando pulverizó un aumento de tarifas que había tratado de esquivar los mecanismos legales. ¿Lo tiene que designar la Corte? No, el Congreso. Desde hace más de un año que hay una vacante en el máximo tribunal tras la renuncia de Elena Highton. ¿Se discutió a la par de una ampliación quién sería la mejor candidata a ocupar esa plaza por prestigio, trayectoria o alguna otra cualidad? Por temor a un bochazo de la oposición, el Poder Ejecutivo ni siquiera se atrevió a proponer un nombre. El procurador a cargo de la jefatura de todos los fiscales está a punto de cumplir cinco años de interinato, sin la cobertura definitiva. En el medio se intentó cuanta reforma hubiere para toquetear las mayorías necesarias para designarlo. Se movieron magistrados a troche y moche, se encarceló a personas por su supuesta afinidad política en causas amañadas, el principal caso de corrupción que vinculaba a funcionarios y empresarios está elevado a juicio oral sin fecha y cuenta ya con la plena sospecha de que su prueba inicial fue completamente falsificada. Las fórmulas de movilidad jubilatoria son siempre manoseadas según las necesidades de caja y generan múltiples juicios contra el Estado que se resuelven mal y tarde y forman un stock gigantesco que atiborra tribunales. La Ley de Coparticipación es obsoleta y asegura que cada recorte, asignación o movimiento agudice desigualdades.

Como se ve, cada elemento de la vida social donde se requiera más institucionalidad es siempre objeto de algún atajo para evitar discusiones profundas que estén a la altura de nuevos desafíos y que permitan un pleno desarrollo de la vida social. Y también las inversiones para la explotación de recursos naturales.

Se cierra un año que fue durísimo para la población, que venía castigada también por dos años de Pandemia que cambiaron la vida de todos. Lejos de ser un panorama que nos expulse al desaliento, el ánimo constructivo de todas las fuerzas debe prevalecer para dar respuesta de una vez por todas a las agendas acuciantes que aquejan a los ciudadanos. En ella, presente, invisible de a ratos, la mejor institucionalidad ya no es un requisito. Es un imperativo. La única forma de salir del laberinto por arriba.

Fuente:https://www.ambito.com/anuario-2023/otro-ano-mas-el-que-queda-lado-la-discusion-mejorar-la-institucionalidad-n5603401

 

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