En 1965, John Shepherd-Barron, un escocés que vivía en el campo y acostumbraba a ir al banco los días sábados para sacar dinero ¡llegó tarde por un minuto! Como consecuencia de este contratiempo comenzó a pensar en una solución. Según él mismo cuenta en una entrevista a la BBC “se me ocurrió la idea de crear una máquina que entregara efectivo como la que entregaba chocolates”.
Ese mismo año se encontró con un directivo del Banco Barclays y le explicó su idea. Aunque también se conocen varios intentos en el mundo que no prosperaron. Al final aprobaron le proyecto y le encargaron el desarrollo de este invento. El 1° de junio de 1967 comenzó a funcionar en Enfield, un pueblo cercano a Londres, el primer cajero automático. Para accionarlo se utilizaba un cheque impregnado de una sustancia ligeramente radioactiva, el carbono 14, que era detectado por la máquina. La validación se efectuaba con un número de 4 dígitos y el monto máximo de dinero que se podía entregar era de 10 libras esterlinas.
De allí en adelante, los cajeros automáticos fueron evolucionando, los cheques fueron reemplazados por las tarjetas plásticas y, en la actualidad, se puede retirar mucho más que 10 libras esterlinas.
El primero en llegar a nuestro país se instaló un 24 de enero en la Casa Matríz del Banco San Juan. Cualquiera que ingrese a esta nota y tenga menos de 40, difícilmente se imagine la vida sin algunas de las cosas que hoy son “normales” tener a mano. Desde un celular hasta conexión a Internet pasando por el home banking. Pero alguna vez, allá por 1985, el Banco San Juan estrenaba una máquina rara para esos tiempos: un cajero automático. Era robusto, hacía ruido cuando se hacía una operación y manejarlo era cosa de experimentados.
Era impensado que se torne masivo su uso en momentos donde la única manera de concebir los trámites bancarios era con un interlocutor de carne y hueso. Fue apenas el puntapié inicial a una era que implicaría el inicio del reemplazo del hombre como elemento clave para que una persona cobre o deposite un cheque, por ejemplo. Hoy ya los cajeros parecen viejos, cuando buena parte de los pagos y movimientos se hacen desde el teléfono.
Pero ese 1985 no era un año cualquiera. Se había recuperado la democracia hacía un puñado de meses, el rock nacional estallaba en los oídos de los jóvenes argentinos. Y lo que pasaría en el “futuro” era una pregunta que en el imaginario popular buscaba respuestas.
Aquel año, en diciembre, se estrenaba una película que, a esta altura, resultó un clásico para grandes y chicos como ‘Volver al Futuro’. La inolvidable saga permitió abrir una puerta para aventurar cómo sería ese futuro que estaba ligado a la tecnología como gran protagonista de los tiempos. Para los excitantes años ’80, el cajero fue algo de eso, de ver una pizca de lo que se venía. Una máquina que decían iba a servir para hacer un montón de cosas, pero se la miraba de reojo, como bicho raro.
Ese primer aparato estaba en el interior del Banco, (¿entonces…?) en su Casa Matriz si el banco estaba cerrado igual te quedabas sin plata. Fue puesto en funcionamiento por el jefe de Planeamiento y Sistemas de la entidad, Juan Manuel Lescuras, según reza la breve crónica.
La historia de los cajeros automáticos no es tan antigua como la de las tarjetas de crédito. Si las primeras tarjetas de crédito se vieron en los Estados Unidos en la primera década del siglo XX, para los cajeros automáticos tuvimos que esperar más tiempo.
El código de cuatro números se ha convertido universal, pero no se debe a ningún motivo técnico. El señor Shepherd-Barron pensó que era capaz de recordar seis números de su número de soldado, pero al consultarlo con su mujer ella le respondió que era capaz de recordar cuatro y que sería más simple para todos..
Mientras tanto, las tabletas de chocolate que fueron la inspiración de los cajeros automáticos, siguen siendo una exquisitez cuyo consumo no decae.
Gentileza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
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