San Rafael, Mendoza 30 de noviembre de 2024

Me acuerdo del comienzo – Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Me acuerdo de cómo empezó todo. Lo recuerdo tan claramente como si hubiese sido ayer. La incredulidad, la sorpresa, el miedo, la bronca; todo se junta en una sucesión de imágenes que transitan por mi mente como una de esas viejas películas de cinta frente a un proyector que las terminará calcinando. Recuerdo, por primera vez en toda mi vida, haber sentido un profundo terror. Quizás sea justamente por ese terror verdadero que hoy puedo traer a mi memoria tan claramente todo aquello que sucedió.

Supongo que, al principio, nadie lo creyó. Esa fue la raíz de todo. Quiero decir, sabíamos que algo pasaba. Tan solo unos meses atrás habíamos estado siguiendo la noticia por la radio, la televisión e incluso algunos sitios de internet. Pero, claro, nadie creyó que pudiéramos vivirlo en carne propia. Todo pasaba tan lejos de estas costas. Mientras por este lado comíamos la sobra de una fiesta que ya había terminado hacía tiempo, allá la gente comenzaba a sufrir de verdad. Pero nos reíamos. Bromeábamos al respecto como se ríen los niños cuando otro se accidenta en el patio del recreo, creyendo que nunca serán ellos los que caerán de bruces al suelo. Lo cierto es que nosotros ya nos habíamos pisado el cordón de nuestro propio zapato y seguíamos riendo a medida que caíamos cada vez más y más rápido.

Primero fue el robo del tiempo. Visto de otra manera, la relatividad del tiempo que dejó de depender de la naturaleza para volverse la estrategia apresurada de una defensa esbozada aceleradamente sobre un papel descartable. Dos semanas se transformaron en dos meses. De ahí otros dos meses surgieron y ya iban cuatro y entonces parecía que solo faltarían otros dos meses más, pero para cuando esos dos meses restantes acabaron la situación seguía tanto o más incierta que al principio. El tiempo del ser humano dejó de tener sentido. El tiempo de los astros y las nubes era lo único que medía el transcurrir de los días repetidos.

Para cuando los aviones cayeron y quedaron en absoluto silencio, las costumbres habían cambiado por completo. Los saludos tenían un metro de distancia y todo aquello que antes se amontonaba en la alacena ahora debía recibir un baño con espero. Alcohol, jabón, agua, alcohol, jabón, agua, jabón agua, jabón, agua y el ciclo se cerraba como había empezado. ¿Qué estábamos haciendo? ¿Por qué nos empeñábamos en asear todo aquello que ya había sido purgado y manipulado por manos esterilizadas? ¡Ah! Porque no todas las manos habían sufrido aquel proceso más simbólico que otra cosa. Entonces la confianza estaba quebrada y la única certeza era que el aire iba a odiar el recinto de los pulmones, al punto de nunca más regresar.

Me acuerdo de la isla, del mar, del rugido del viento cuando el invierno llegaba a las cuatro de la tarde y también me acuerdo de la soledad. Me di cuenta, al igual que millones de otras personas, que, aun estando constantemente pegado a una pantalla, los largos brazos de la incomunicación nos apretaban en nuestro exilio obligado. En ese entonces lloré lagrimas como las que nunca había llorado. Rompí en llanto como la tormenta desata su furia embravecida en plena tarde de verano y aquel lamento rasgó para siempre el manto que cubría una gran parte de mi resiliencia.

¡Oh, cómo acechó la muerte en cada despertar! No aquella muerte conocida, publicada y reproducida en cada medio de comunicación. No, la que rondaba era la muerte voluntaria. La carta bajo la manga de los condenados. La última jugada de los que ya no tienen nada para apostar. La verdadera libertad frente a la vacilación del divulgado libre albedrío. Más de una vez me atreví a mirarla a los ojos, pero mis pies no tuvieron nunca la fuerza para seguirla. Entonces se fue a buscar a otros más valientes o, quizás, solo más abatidos. Tal vez solamente quería dejarme en el lugar donde estaba para que, mucho después, pudiera ser el mensajero de sus paseos y el vocal de su trabajo.

Me acuerdo del comienzo, pero aun más recuerdo el final. La ruta eterna dentro de un coche que nunca fue ni sería mío, a pesar de que en él había dejado un pequeño tesoro como ticket de regreso. El último cruce fronterizo que me devolvió finalmente al lugar donde debía estar. El abrazo contra la corteza y mi nariz aspirando con fuerza el perfume del aguaribay. Pensar que tanto tiempo lo había despreciado. Finalmente, los ojos viéndome desde la calle y las palabras que llegaban cargadas hasta mi ventana en el tercer piso. El tiempo volvía a acomodarse dentro de sus ataduras humanas y cuando me dijeron “dos semanas” sentí, por algún motivo, más tranquilidad que antes. Entonces el cielo volvió a ser azul y limpio entre las ramas de los árboles que habían acostumbrado sus hojas a caer sin cuidado.

Hace tan solo algunos días encontré la mascarilla y todos estos recuerdos estallaron de nuevo en mi mente. Empero, lejos de sucumbir al peso de la nostalgia o el dolor enquistado, yo opté por reír. Y pensar que no ha sido tanto el tiempo transcurrido, aunque a veces pueda compararse con la eternidad.

Me acuerdo de cómo comenzó todo y espero acordarme en el futuro, cuando algún alma que no haya tenido que recorrer esos caminos me pregunte por qué lloro cuando suena aquella canción en los parlantes.

 

Gentileza:

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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