Fue igual que hace doscientos años atrás en San Lorenzo. Al despuntar el alba, las huestes se dispusieron a enfrentarse en un combate singular. El campo de batalla estaba dividido en largas franjas blancas y rojas que se cruzaban generando una cuadrícula que por momentos desaparecía en una fusión de pigmentos plásticos. Era bien sabido que aquella tierra artificial pronto estaría cubierta con los restos de una matanza matutina.
La vanguardia estaba encabezada por filas y filas de unidades que pronto no serían más que migajas. Eran delgadas, porosas y quebradizas, pero su fidelidad era recompensada con un llamado constante a la batalla. Se formaron ordenadamente y esperaron. Ya llegaría su turno de probarse verdaderas guerreras de aquella trifulca eterna.
Pronto llegaron los refuerzos. Vigilantes, rectos y orgullosos, aunque hubiesen sido bautizados con aquel apodo tan satírico. Compensaban los escases de su número con una disciplina marcial y una posición estratégica justo después de la primera línea. Un escuadrón portaba en sus entrañas el bordó característico de su gesta. Otros, los más, tenían vientres vacíos o, mejor dicho, llenos de falsas ilusiones. A simple vista era imposible distinguir a unos de otros. En eso radicaba el factor sorpresa. Había que desorientar al enemigo y cada golpe a su esperanza era un paso hacia la victoria. Sin embargo, quienes allí se encontraban ya habían hecho las paces con su creador. Ninguno ignoraba cuál sería su fatídico destino.
En un tercer lugar, el clero. Ningún ejército estaría completo sin el apoyo espiritual que brindaban los sacramentos y los frailes rechonchos como bolas que los llevaban a todos lados. Ninguno se extrañó al oír, lejanos, algún que otro suspiro de monja. Aunque no eran oriundos de aquellos lares, su presencia ocupaba ya un espacio en los antiguos códices que narraban la historia de aquella contienda primigenia. Alguien, un visionario o un demente, había intentado en algún momento fusionar el grueso del ejército con las escuadras religiosas. Debido a su ineficacia en el combate, aquella estrategia cayó en desuso y ahora cada facción ocupaba su lugar establecido en la tierra de las franjas de hule. Los cánticos llegaban claros hacia el frente y lograban arengar a la primera línea. Algunas ya se convencían que quizás no encontrarían su fin en aquella jornada incierta.
Finalmente, coronando la retaguarda, la artillería pesada. Gruesos cañones rellenos de materia de primerísima calidad se alistaban para disparar cuando se diera la señal de ataque. Eran los favoritos y bastaba con la más simple observación para cerciorarse de ello. Solo seis unidades conformaban el pelotón. Su poder era demasiado grande como para costear un grupo extra de apoyo. Extrañó que a su lado no se vieran las caras sucias con el suficiente dulce tizne para ocultar por completo la palidez del resto de su cuerpo. Nadie se permitió perder tiempo en especular por qué no se había acudido a tan fieles aliadas. Quizás las arcas estuvieran peor de lo que la mayoría imaginaba. Tal vez solo se tratase de una estratagema diferente. Fuese lo que fuese, quienes allí estaban deberían plantarse de una vez por todas y cumplir con la tarea que les había sido asignada. El tiempo de las especulaciones había quedado atrás. Ahora solo quedaba seguir hacia adelante.
En un borde del campo de batalla se erigió, imponente, un enorme monolito plateado de cabeza humeante. Aquella bandera de preparación anticipaba el comienzo de la contienda. Solo quedaba aguardar por el silbatazo que hiciera, a su vez, de grito de guerra.
La tensión era palpable.
Cuando el movimiento de montañas de alto respaldo se detuvo, todo el mundo sabía que en cuestión de segundos comenzarían a caer las primeras migajas. La sombra pentagonal de largas varas se extendió como una sombra bélica por encima de las líneas de defensa. Iban hacia la copa de aquel monte hueco cuyo cráter no cesaba de burbujear durante todo aquel brutal teatro de la glotonería. Cuando la hubo asido, cada figura se encomendaba a su deidad en forma de grano para llegar hasta donde tuviera que hacerlo.
Entonces estalló el largo y estridente sorbido de los dioses. Durante los siguientes veinte minutos todo giró en torno al machaque de los dientes y a los tibios y espesos ríos de líquido que bañó a cada uniforme antes de arrojarlos al abismo negro del cual no había retorno. A lo lejos, un recuadro dejaba entrar la luz del sol de un nuevo día.
Gentileza:
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
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