San Rafael, Mendoza miércoles 27 de noviembre de 2024

Memorias mutantes – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Estiró el cuello arrugado hacia la derecha con una mueca de máximo esfuerzo. Sentía que aquel gesto fútil le daba la velocidad que necesitaba para aplacar la ansiedad de llegar. ¿Cuánto tiempo había estado en aquel sitio? ¿Una hora? ¿Un día? ¿Toda su vida? Intentó recordar qué había más allá de las cuatro paredes de cristal pintado, pero le resultó imposible. Todos aquellos días, todos aquellos meses, todos aquellos años mirando el mismo paisaje ilusorio. Los barriles, la rata y el Doctor. La rata, el Doctor, los barriles. El Doctor, los barriles y la rata. El orden era indiferente. Aquella caverna de Platón moderna solo dejaba ver la ilusión de la realidad tras los cristales distorsionadores. Había oído al Doctor cuando recitaba en voz alta los libros que leía. Parecía tener alguna especie de obsesión, una imperiosa necesidad de sentirse frente a un gran auditorio; quizás proveniente de su época de estudiante de posgrado cuando su trabajo reveló las increíbles posibilidades de la experimentación genética a base de cargas radioactivas. Así, desde el cautiverio, conoció a Sócrates, Platón, Pitágoras, Aristóteles, Epicuro, Séneca y tantos otros. Eso fue durante la época filosófica del Doctor. Luego las lecturas cambiaron y llegaron los libros con grandes ilustraciones que mostraban esculturas, pinturas y magnánimos edificios a todo color. Uno de aquellos tomos, quizás el de mayor volumen, todavía seguía abierto en mitad de la mesa.

La fuga no había sido premeditada. Como en aquella vieja canción que alguna vez creyó oír en la radio del laboratorio, alguien no cerró bien el candado. Dudaba que hubiera sido el Doctor, porque siempre era muy meticuloso. Lo más probable era que hubiera sido Clemente, el ayudante más joven y más torpe. ¡Cuántas veces había presenciado las peleas entre Clemente y el Doctor! “Joven, usted no puede olvidarse los lentes de protección. ¡Es parte del equipo para trabajar!” El ayudante siempre remataba con la misma frase: “de algo hay que morirse, Doc”. Lo que seguía era historia repetida. El muchacho se iba, casi siempre llevando papeles o alguna muestra dentro de una pequeña conservadora de telgopor, y el Doctor telefoneaba a alguien con quien continuaba el ritual de gritos, suspiros e insultos. Todo se veía desde el tanque de cristal. Todo se lo escuchaba, por más que ellos se creyeran anónimos dentro del moderno laboratorio. La rata también escuchaba, pero disimuladamente. Nunca hacía notar su inteligencia, aunque de tanto en tanto cumplía con alguna prueba solo alentada por la recompensa que le arrojaban desde la hendija superior. Entonces la rata se recluía a un rincón de su nido y saboreaba su premio con la conciencia limpia y el espíritu intacto. Ella también huiría aquella noche.

Solo bastó un empujón para liberarse de la prisión transparente. Ya no giraba el cuello arrugado, sino que lo mantenía recto y estirado hacia el frente mientras su nariz escamosa olfateaba los vapores que emanaban del frasco sin tapa. Cada paso significaba una victoria, un pequeño objetivo antes del premio mayor. Salió del rectángulo cristalino y dio dos pasos más antes de detenerse. El mundo había adquirido una claridad inusual. No estaba acostumbrada a los colores tan brillantes, a la realidad sin el filtro de la jaula que durante tanto tiempo llamó su hogar. De repente el mundo se había vuelto infinitamente más grande. Reflexionó sobre esto unos minutos. Se percató de que aquello era una interpretación errónea, pues toda su vida había llevado su casa a cuestas. Sus huesos se habían fundido con las capas de protección que se habían endurecido con los años. Hogar y criatura eran una y no había otra certeza que no fuera esa. Esa y el saberse un ser mortal, incluso a pesar de su característica longevidad. Todas las personas que transitaban el laboratorio cargaban con el peso de saberse finitas frente al universo infinito, pero desconocían que ella también tenía conciencia de su muerte.

Siguió avanzando y de pasada tiró dos mordidas rápidas a una porción de pizza que alguien había dejado abandonada sobre un plato descartable –Clemente, seguramente, ya que el Doctor despreciaba la comida chatarra–. ¡Qué manjar! Incluso habiendo perdido el calor, el sabor se mantenía intacto en aquel ambiente controlado y repleto de tubos, máquinas, cables y monitores. Sumida en el trance de un placentero paladeo, no alcanzó a evitar dar de lleno contra la tela violeta que frenó su progreso. La inercia y su propia fuerza fueron suficientes para librarse de aquella barrera fortuita, pero un trozo quedó adherido a su rostro. Apenas podía ver por los minúsculos orificios del paño. Ya no había vuelta atrás. No regresaría a ocupar su estático lugar dentro de la caja de cristal que había quedado en el pasado. Solo quedaba seguir.

Escuchó un ruido de metal contra metal y alcanzó a divisar una sombra que corría por el suelo. El último rastro fue una cola larga que se perdía por un agujero de la pared a la altura del zócalo. Como única evidencia quedó una astilla de madera que alguien, con suerte, encontraría cuando buscaran a las prófugas. Más tarde volvería a encontrarse con la rata y sería esta la que le enseñaría cómo sobrevivir en aquel mundo nuevo.

El éxodo continuó entre lapiceras, papeles y anotaciones garabateadas a toda velocidad. Quedaba una última parada antes del fin: el frasco. Su contenido verde brillante había sido la ambrosía con la que la habían alimentado desde que tenía conciencia. En parte era aquella sustancia la que la había provisto de la capacidad de razonar. Empero, no por ello la había vuelto más humana. Cuando estuviera en compañía de la rata adquiriría rasgos humanoides, pero todavía no era el momento. Empujó el frasco con la cabeza y este cayó desparramando su contenido. Una nueva oleada de vapores, mucho más fuerte esta vez, le entró por los orificios de la nariz. Bebió el líquido que no calmó la sed de la pizza y sintió que sus músculos se hinchaban. Ahora era imparable. Ya no necesitaría más dosis.

Estaba a punto de llegar al final de la gran mesa, cuando se detuvo sobre el libro abierto. Miró sus páginas, absorbió los colores, las formas, las líneas. Las letras pequeñas eran difíciles de leer a causa de la fina mascarilla violenta que formaría parte de su rostro por el resto de sus días. Solo pudo comprender la grafía grande y negra que titulaba la parte superior de una de las hojas.

“Donatello. Qué bello nombre”, pensó mientras daba los últimos pasos.

“Ese será mi nueva esencia de aquí en más”. Transitó los últimos centímetros hasta el borde de la mesa en una ensoñación mutante. Cuando llegó al borde, se dejó caer hacia el comienzo de una vida nueva.

 

Gentileza: 

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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