San Rafael, Mendoza viernes 22 de noviembre de 2024

Barermour – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Esta vez, me permito confesar, me he dado un gusto personal con esta historia. Más que un gusto, he decidido saldar una cuenta pendiente. No con alguna editorial o un grupo iracundo de lectores y lectoras que pedían una literatura diferente, sino que se trataba una deuda conmigo mismo. Era algo pendiente con un Lucio más joven, casi niño, que encontraba por primera vez un portal hacia los maravillosos mundos de la literatura fantástica. Porque, si bien he gozado durante muchos años de todos los frutos provistos por este tipo de género literario, nunca había podido compartir mi humilde aporte a sus innumerables escenarios. Aquí hay, aunque simple, una devolución agradecida. No solamente a la literatura fantástica, sino también a ese “yo niño” que se animó a ojear detenidamente las primeras páginas de tan mágicos libros. 

El curso del río dejó mi roída balsa junto a un viejo puente. Salté a tierra y mis piernas se sintieron extrañas al volver a tocar tierra firme, luego de tanto tiempo vagando por las aguas de aquel extraño continente. Antes de aventurarme tierra adentro, me aseguré de atar la balsa a un soporte del puente. No sabía si volvería a encontrar otro medio de transporte acuático, así que decidí ser precavido. Luego de revisar los nudos por segunda vez, tomé mi gastado saco de viajes y seguí el curso de un camino que se había dibujado entre las hierbas y el césped.

A la distancia se podía apreciar una imponente montaña de cumbres escarpadas, aunque no nevadas. Entre la piedra oscura, parecía que pequeñas luces, como pecas diminutas y amarillas, se extendían de lado a lado dándole a aquella cordillera un aspecto cósmico impregnado de constelaciones. Con amplias extensiones de verdes pastos extendiéndose a cada lado, decidí que lo mejor sería continuar por el camino por donde iba, el cual parecía llegar hasta el pie de la montaña y a las diminutas luces.

Podía oír a la distancia el mugido de las vacas y el balar de las ovejas. Aquellas eran tierras de ganaderos y, por la fertilidad del suelo, muy posiblemente también de agricultores. Comencé a sospechar que aquello a la distancia podría incluso ser un volcán inactivo, pues es sabido por cualquier aventurero que el suelo adyacente a los volcanes es de los más fecundos en la existencia. No habían transcurrido más de quince kilómetros, cuando pude ver correctamente qué eran aquellas luces tan lejanas desde la orilla del río. ¡Se trataban de hogares! Pequeños pero acogedores hogares de madera rústica y arcilla, con humeantes chimeneas y largas escaleras que los conectaban entre sí. Habiendo llegado al primer peldaño de aquella inmensa red de escaleras, me dispuse a subirlas acelerado por la emoción de conocer aquel pueblo tan particular. No había recorrido ni una cuarta parte de la escalera primaria, cuando mis rodillas flaquearon y tuve que asirme a una de las sogas de contención de los costados para no caer. Mientras permanecía sentado sobre uno de los grandes escalones de madera y recuperaba el aliento, oí el singular sonido de una puerta al abrirse tan solo unos metros más arriba de donde me encontraba. Desde la entrada de una de las pequeñas viviendas, un hombre anciano me hacía ademanes para que entrara. Por temor a parecer descortés –y esperando poder saciar mi estómago vacío con algún simple bocado- levanté mi saco y subí los escalones que me separaban del viejo.

Una vez dentro de la casa, sentí el calor gentil de un fuego que ardía bajo la chimenea contra una de las paredes de arcilla y el olor suave de un pan recién horneado que llegó hasta mi nariz. El anciano me invitó a sentarme a la pequeña mesa de tablas secas que se ubicaba en el centro de la habitación y me sirvió una gran rodaja de pan de trigo y semillas aún humeante. Una vez que hube controlado mi apetito voraz, me habló en voz quebradiza y lenta.

–Eres el primer forastero que tenemos en mucho, mucho tiempo. –Su mano arrugada y huesuda acariciaba su larga y desprolija barba gris. –Bienvenido a la aldea de Barermour, muchacho. Hogar de los Barermures: campesinos, mineros y hábiles jinetes.

–Gracias por la cálida bienvenida, buen hombre. El pan fue un acierto, verdaderamente. –El viejo ahora encendía una pequeña pipa de piedra. –Me preguntaba si usted podría contarme un poco la historia de este tan maravilloso lugar.

En anciano sonrió dejando escapar pequeñas nubes de humo blanco por entre los dientes. Se levantó con cuidado, las rodillas temblando ligeramente, y echó otro tronco al fuego. Luego volvió con el mismo paso cansado hasta su sillón y se dejó caer.

–Barermour es muy antigua y solo un poco de nuestra historia ha sobrevivido. Los más ancianos como yo recordamos tiempos ya pasados hace mucho y los detalles se nos mezclan. Podría intentar contarte la historia, pero tendrías que dejarme hacer memoria. Mientras tanto, ¿no te gustaría oír una famosa leyenda lugareña?

Asentí con la boca ocupada en masticar lo último de aquella rodaja de pan y me acomodé en mi silla. El viejo volvió a encender su pipa y, tras una larga exhalación, comenzó a narrar.

“Hace muchos siglos atrás, un joven músico decidió salir de Barermour e investigar en las tierras más allá del Puente Quebrado. Aquellos lares, apenas visibles incluso desde lo alto de la montaña, eran tierras inhóspitas y misteriosas.

En camino iba el joven músico cuando, cinco kilómetros después de haber cruzado el Puente, se vio rodeado de hombres malévolos. Entre gritos y amenazas -llevaban con ellos filosas y letales armas- exigieron al músico que les entregara todo el oro que llevara. Él trató de explicarles que, joven y artista como era, no poseía ni un solo doblón de oro. Esto enfureció a los bandidos quienes, ante la frustración de su atraco invalidado, quitaron a fuerza de puño la lira que el joven traía consigo. Luego huyeron por entre los arbustos y se perdieron de vista.

Desolado y maltrecho, tanto física como sentimentalmente, el muchacho oriundo de Barermour regresó cabizbajo a su hogar. Fue al pie de la Gran Montaña y sintió el llamado de un hombre de voz áspera. Su cara estaba envuelta en las sombras del atardecer, pero lucía unas prendas finas del color de la piedra en punto Omega. El misterioso sujeto preguntó qué le había sucedido y cómo se había hecho aquellos golpes y cortaduras, a lo que el joven músico le contó su desventura.

Luego de un silencio que pareció casi tomar forma, el hombre sacó de un pliegue de su ropa una pequeña bolsa de color azul. Esta, asegurada con una cuerda dorada y aroma suave, contenía dentro algo que tintineaba y pesaba.

Así le habló el hombre al muchacho:

– Ve a tu hogar y duerme. Cuando el sol despunte en la mañana, tus heridas habrán sanado. Tomarás esta bolsa y partirás de nuevo hacia el lugar donde hoy te encaminabas. Si aquellos bandidos vuelven a emboscarte, les darás esta bolsa y dirás que contiene todo el oro que posees. Cuando se hayan ido, emprende el camino de regreso.

El joven músico comenzó a subir por el camino de la montaña con la bolsa del extraño hombre sujetada a su cinturón. Esa noche durmió profundamente.

Al día siguiente, cuando el sol despuntaba, notó que sus heridas habían sanado por completo.

Cumpliendo con lo que se le había dicho, bajó de la Gran Montaña y tomó el camino que conducía al Puente Quebrado. Al cruzarlo, y luego de recorrer cinco kilómetros, los maleantes saltaron de su escondite nuevamente. El joven, esperanzado, hizo cuanto le había dicho el hombre vestido de púrpura y, en efecto, los bandidos huyeron, esta vez sin lastimarlo. El muchacho se puso en marcha y regresó a su hogar nuevamente.

Esa noche, mientras los asaltantes repartían el botín del día, su líder decidió dividir el contenido de la bolsa azul en partes iguales, excepto por una última moneda que guardó para sí de forma egoísta. Sin perder el tiempo, los atracadores partieron al pueblo más cercano en busca de manjares, buenos vinos y la compañía de bellas mujeres, pues poseían ahora el dinero para permitirse esos gustos.

La luna brillaba aún en lo alto del cielo, cuando el líder de los ladrones metió la mano hasta el final de la bolsa y encontró allí aquella última moneda. Decidió que serviría como apuesta en un juego de cartas, con la esperanza de conseguir multiplicar su limitada fortuna en el azar. Fue en el momento en que retiró la última moneda de la bolsa cuando una briza helada se espació por todo el lugar, apagando las hogueras y antorchas. La luna se vio tapada por inmensos nubarrones negros, extraños ya que aquella no era temporada de lluvias. De repente, una voz como de trueno pareció emerger desde el centro mismo de la tierra. El suelo se quebró como una madera reseca por el sol y un abismo profundo reveló sus fauces. Gritos de terror quebraban el aire seco y congelado a medida que vagos, pillos, mal vivientes y escorias caían a la profundidad abismal.

Al día siguiente, el joven músico despertó en su humilde morada y encontró, recostada contra un sillón de mimbre y pluma, su lira robada. Bajó como el agua del río por la montaña en busca del hombre de púrpura, pero no lo encontró por ningún lugar. Con el sol calentando su piel y el pasto verde creciendo, tomó otro camino en búsqueda de otro poblado donde demostrar su talento. El sonido de su lira se escuchó aquella tarde hasta los rincones de Silomay.

Cuenta la leyenda que aún en nuestros días quedan unas pocas bolsas azules por el mundo. Quienes las posean se verán envueltos por una inmensa fortuna personal. Pero deben de ser cuidadosos de no dejar que la bolsa quede vacía, pues terribles tragedias caen sobre quienes de su magia y abundancia se han servido y su poder no han respetado”.

Fascinado me encontraba yo cuando el viejo terminó de contar la historia. Tenía tantas preguntas que hacerle. ¿Era aquella historia cierta? ¿Qué era el punto Omega? ¿Dónde quedaba Silomay? Una a una el anciano las fue respondiendo. La Gran Montaña Púrpura, que era el verdadero nombre de aquella pequeña cordillera, recibía ese nombre porque, cuando el sol alcanzaba un punto específico en el cielo -punto Omega lo llamaban- la piedra parecía volverse de ese color. En cuanto a Silomay, era el amplio valle que se extendía al pie de la formación rocosa y el lugar de donde provenían los sonidos de animales que yo había oído ya. Generalmente, eran los Tláticos los que pasaban más tiempo en Silomay. Ellos eran la caballería de Barermour. Jinetes diestros en el arte de la equitación y hábiles cazadores y exploradores. Se decía que, cuando la temporada de lluvias llegaba, los Tláticos montaban en sus caballos y se fundían con la neblina y la llovizna, desapareciendo hasta que la temporada acabara.

Luego de haber satisfecho mis inquietudes, pregunté al anciano si recordaba, ahora sí, la historia del lugar. Me respondió que se encontraba muy cansado para continuar con la charla en este momento, pero que saliera a recorrer el poblado y regresara para cenar. Intentaría contarme entonces si llegaba a recordar.

Gentileza

AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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