¿Qué nos hace habitantes reales de este mundo? ¿Tenemos acaso algo que nos identifique más allá de nuestra propia condición de seres humanos? Si nos lanzamos en una carrera espacial a colonizar nuevos planetas, ¿tendremos los mismos derechos por los que tanta gente luchó en la Tierra? Creo que estas preguntas, quizás ridículas para algunos, buscarán respuesta más pronto de lo pensado. El avance de la tecnología es tal que ya no resulta descabellado el creer posible la expansión planetaria. Esto, entonces, plantea un repensar de ciertos interrogantes. Si tanto nos ha constado reconocernos a nosotros, hombres y mujeres que habitamos el mismo mundo, como portadores de derechos iguales e inapelables, ¿cómo se supone que trataremos a quienes vienen de más allá de nuestras estrellas? El camino de la empatía que nos queda por recorrer es mucho más largo que el camino del progreso científico. Esperemos que eso no desemboque en nuestra propia sentencia.
Cruzaron una puerta. Luego otra y otra más. El Censor caminaba unos pasos detrás del guardia, mirando con cierto desagrado las paredes grises y sucias. Era la primera vez que alguien fuera de las fuerzas de seguridad se adentraba en la Zona Restringida. La situación requirió un sinfín de firmas y montañas de papeles. Permisos, licencias, pases, documentos, todo para poder hacer un registro en una simple planilla. Al Censor toda la situación le trajo reminiscencias de un antiguo texto; ese que había escrito un hombre-escarabajo y que contaba los infinitos vericuetos y entramados del sistema judicial de su mundo. Intentó recordar el nombre de la obra, más que nada para alejar de su mente la idea de que estaba adentrándose en una mazmorra olvidada por los dioses y que le seguiría algo mucho peor. Finalmente, el guardia se detuvo frente a una puerta doble con remaches enormes en sus costados.
-Aguarde un momento, Censor. Tengo que corroborar que todo esté en orden.
La puerta se destrabó con un fuerte ruido y comenzó a sonar una alarma. Al insoportable ruido se le sumó el griterío y corridas de quienes se encontraban del otro lado. No emitían palabras, sino más bien una especie de alarido que sin duda era la consecuencia de años de dolor y torturas. A los pocos minutos, todo fue silencio. La mole de músculos y piel estirada que era el guardia regresó y dejó escapar un largo suspiro. Parecía que la tarea le resultaba más molesta que agotadora. Su expresión era similar a la de quien, al oír la alarma en la mañana, sabe que le espera un día cargado de monotonía y rutina insulsa. Aquel ser era casi un autómata, un cascarón hueco que repetía como un eco las órdenes y comandos que se le daban sin jamás cuestionar nada. El Censor pensó que aquel era el trabajo perfecto para alguien así. Limitarse a cumplir con las obligaciones y volver sin protestas a su puesto. Pensó que él también era perfecto para su propio trabajo. “Solo que yo soy decidido, capaz y lo elijo por voluntad propia”, se dijo a sí mismo mientras la mirada cansada del guardia parecía apurarlo sin decir ni una palabra. Se decidió, entonces, a cruzar hacia el ala del pabellón que albergaba a quienes él debía registrar.
Los “Foráneos”, como se los conocía, habían llegado al planeta hacía siete años ya. El evento generó conmoción a nivel mundial. Los principales líderes recibieron a los recién llegados y los acomodaron en una instalación creada especialmente para ellos. Inmediatamente comenzaron a debatir qué debía hacerse con aquella especie que había caído, por accidente o adrede, sobre la superficie del planeta. La burocracia, la diplomacia, las distintas falacias sumadas a la dedocracia que más de una vez hicieron temblar los pilares de la democracia, derivaron en una gran violencia que elevó aún más la plutocracia. El resultado fue la suspensión de todo deber y acción, condenado a los Foráneos a permanecer encerrados hasta que los líderes mundiales tomaran una decisión respecto a su porvenir. Después de eso nadie supo muy bien qué fue aquellos extraños visitantes. El tema cayó en el olvido con el paso del tiempo. Solo un reducido grupo de activistas por los derechos de los visitantes alienígenas siguió luchando para que la situación fuera resulta lo antes posible. Pero incluso ellos abandonaron la causa cuando surgió otra lucha más inminente y cercana. Los Foráneos cayeron en el olvido de la memoria popular y el resto del mundo se limitó a observarlos cada tanto mediante las cámaras de seguridad colocadas en las galerías.
El Censor sacó su planilla y comenzó a sumar. Fue una labor compleja, pues donde contaba tres cabezas surgía entonces otro par de ojos. Si utilizaba como parámetro los cuerpos, tenía que revisar las notas dos veces cuando las extremidades no daban el número esperado. Así se la pasó, yendo y viniendo por la eterna galería. Revisaba, contaba, revisaba y corregía. Sentía sobre su nuca los ojos perpetuamente escudriñadores de las cámaras. Cuando llegaba al final del pasillo, levantaba la cabeza, movía la pluma y susurraba números para sí mismo. Entonces hacía nuevamente el recorrido para asegurarse de que no se le había escapado absolutamente nada. Mientras tanto, los Foráneos lo miraban inquietos, incluso hasta aterrados. Ninguno le dirigió la palabra ni emitió ningún sonido que se pudiera tomar como forma de comunicación. En aquel calabozo camuflado de hospedaje transitorio, solo se escuchaba el sonido de la pluma sobre el papel y el zoom mecánico de las cámaras.
-Bueno, muchas gracias por su tiempo. –El Censor miró aquellos ojos contraídos por el miedo y el abandono. Ninguno de esos seres dijo absolutamente nada. Se limitaron a mirarlo y a temblar en su lugar.
Cuando salió, el Censor se dirigió al guardia y lo interrogó.
-Disculpe, pero ¿es que los Foráneos no hablan? –Guardó la planilla y continuó. –Después de tantos años, ¿sabemos por qué vinieron?
El guardia lo miró y entornó la cabeza. Parecía un perrocánico cuando intentaba comprender algún comando nuevo de su amo. Entonces las líneas que tenía por labios se abrieron y respondió.
-En realidad, no lo sé. Solo nos dirigimos a ellos cuando tenemos que meterlos de vuelta en las celdas por algún motivo. –El guardia se rascó la cabeza y empezó a caminar hacia la salida junto al Censor. –La verdad es que nunca nadie se detuvo a hablarles.
Gentileza:
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
INSTA: /tabacoytinta
Sé el primero en comentar en «El censo – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete»