San Rafael, Mendoza 23 de noviembre de 2024

 Un disparo en la oscuridad (Cap. 4)Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

Nos miramos y supimos al instante que teníamos que huir. Las respuestas que un expolicía y una mercenaria internacional pudieran dar no les servirían de nada a las llamadas fuerzas de la “ley y el orden”. Eso, claro, si es que hablábamos de los pocos policías honestos que aún quedaban. Si lo que anunciaban las sirenas era un escuadrón de la muerte pagado con dinero de la mafia y portando el uniforme, estaríamos de rodillas y recibiendo un disparo en la nuca antes de poder dar cualquier defensa. El hecho de que ya estuviéramos en un cementerio solo les facilitaba el trabajo de mover nuestros cuerpos sin vida. No, teníamos que salir de ahí en ese preciso instante.

Corrimos hacia la puerta sur, la cual servía como acceso para los coches fúnebres y las camionetas del personal de mantenimiento. Nos deslizamos por la reja entreabierta y continuamos corriendo sin siquiera haber enfundado nuestras armas. Doblamos en la esquina y continuamos corriendo otras dos cuadras hasta llegar a un callejón que separaba dos edificios de departamentos. Muriel había dejado allí su transporte.

-Tengo un solo casco. Vas a tener que agarrarte fuerte y rezar. –Una de esas dos cosas sabía hacerla bien. Había descubierto que la otra nunca funcionaba, así que no contaba con mucha práctica.

Muriel se subió a la moto y con el mismo movimiento de la pierna la hizo arrancar. Me subí de un salto un poco más atrás y me aferré con firmeza a su cintura. En otra ocasión, aquello me habría provocado una erección vergonzosa y difícil de ocultar. Pero estábamos huyendo por nuestra vida y toda mi sangre se agolpaba en mi cabeza haciéndome latir los oídos. Salimos a toda velocidad del callejón y, deslizando peligrosamente sobre un parche de hielo, tomamos la calle en dirección desconocida para mí. Lo único que podía hacer durante el recorrido era entrecerrar los ojos para evitar que el frío me hiciera saltar lágrimas y pensar. El rostro de Amalia se dibujaba en los contornos borrosos de los edificios y locales que pasábamos con presteza. La mordaza gastada, los hematomas, sus lágrimas limpiando las manchas de sangre seca y mugre. Era el rostro de la pena y el temor. Se suponía que yo debía estar acostumbrado luego de tantos años de servicio y otros tanto trabajando por mi cuenta, pero no era así. Aquellos ojos pedían auxilio a los gritos y la oportunidad de rescatarla se me había escapado como arena entre los dedos. Me maldije y maldije mi suerte de mierda. Bajo las ruedas de la moto, el asfalto parecía un río empetrolado.

Llegamos a un edificio cubierto de grafitis y con varias de sus ventanas tapeadas. “Si vas a pasar desapercibido”, pensé, “lo mejor es refugiarte donde la sociedad no quiere mirar”. Después de todo, tenía sentido. Estábamos cerca del río, por lo que Muriel debió haber manejado a no menos de ciento diez kilómetros por hora durante gran parte del trayecto. Allí, en la otra punta de la ciudad, el aire estaba cargado de un fétido hedor a aguas residuales, basura y podredumbre proveniente de las alcantarillas tapadas. Si alguien estaba tras nosotros, tardarían un buen tiempo en dar con nuestro paradero y tiempo era justamente lo que necesitaba.

Muriel dejó la moto en una especie de cobertizo desvencijado que había en el costado del edificio y me hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera. La planta baja estaba casi completamente derruida a excepción de dos grandes columnas que, según mi intuición, eran lo que sostenía al piso de arriba. Atravesamos el hall evitando escombros y latas vacías de cerveza hasta llegar a las escaleras. Subimos despacio los tres pisos que nos separaban de la oportunidad de respirar tranquilos durante unos momentos. Cuando finalmente llegamos, Muriel abrió la puerta de su refugio y la cerró tras nosotros.

El lugar era extrañamente acogedor. La luz eléctrica funcionaba y un único foco que colgaba pelado del techo arrojaba claridad sobre la escena. Había un sillón cama armado y con las sábanas revueltas, un bolso del que sobresalía la pierna de un pantalón deportivo y una pila de cajas de pizza. La cocina estaba dividida del resto del lugar por una fina pared, pero con solo un vistazo decidí que lo mejor sería mantenerme alejado. Por lo demás, no había demasiado. Solo una cosa me llamó particularmente la atención y provocó una irresistible mueca de satisfacción en mi rostro. En la pared frente al sillón cama, sostenido por firmes soportes de madera, se desplegaba todo un arsenal. Muriel no se andaba con vueltas. Corrí las sábanas usadas y me dejé caer con la mirada fija en la pared de armas.

-¿Qué carajo pasó allá, Augusto? –La voz de Muriel era fría como el hielo. –¡Casi nos matan a los dos! Sé que hace años que para vos la vida vale muy poco, pero yo estoy contenta con la mía. Preferiría que no terminara abruptamente por culpa de unos matones de cuarta.

-Lo sé –le dije sin mirarla. –Alguien nos tendió una trampa. Lo que no comprendo es por qué llevarían a la niña hasta el lugar. ¿Pretendía que los siguiera, acaso? –Me acomodé y prendí un cigarrillo. Muriel no fumaba, pero dudaba de que le molestara que yo lo hiciera. –Por lo menos ahora sé quién está atrás de esto. Lo que desconozco es el por qué.

Muriel fue hasta la cocina. La oí abrir el horno y volver a cerrarlo. Cuando apareció nuevamente, traía varios papeles apretados en la mano derecha. Los fue colocando en el piso frente a mi rostro que pronto adoptó una expresión perpleja. En los recortes de diario aparecía la mujer que se me había acercado en el bar (sí, ahora recordaba que había sido una mujer) junto a un hombre vestido de traje y una adolescente con vestido a su lado. La niña tenía el pelo recogido con una especie de moño y sonreía sutilmente. Leí uno de los titulares de grandes letras negras: MAURO Y GISELLA GARAÑA INAGURAN EL EDIFICIO DE SU FUNDACIÓN. Eran ricos, por supuesto. Todo aquello era una cuestión de dinero, tan simple como eso. Mi continuo navegar por los interminables océanos del alcohol habían nublado no solo mi buen juicio, sino también mi capacidad de recolectar información básica de los medios. O tal vez todo aquello había sido adrede. Una excusa perfecta para encabezar una guerra personal y, de algún modo, limpiar la culpa que me había quedado por la muerte de Julia. Me había montado todo el numerito del caballero honorable que emprende una misión justa y heroica, pero era pura mierda. Yo seguía siendo apenas la sombra de un hombre que esperaba el dulce alivio de la muerte, pero sin el valor necesario para llamarla por mi cuenta. Amalia no era Julia ni yo era caballero alguno.

-Mirá, Augusto, no sé qué tan metido estás en todo esto, pero la cosa te está quedando grande. No voy a darte todo un discurso para que desistas, porque sé que no lo vas a hacer. Pero hay algo que te tiene que quedar en claro: yo me abro.

La miré, pero mi retina mantenía la imagen de los Garaña. Cuando volví a enfocarme en el rostro de Muriel, sus ojos me perforaban como dos lanzas invisibles. La había oído fuerte y claro.

-Necesito que me prestes un poco de potencia de fuego. Lo que estés dispuesta a prestarme con la amplia chance de que no te lo llegue a devolver. Por lo menos no en vida. –Le mantuve la mirada a la espera de algún gesto que la delatara, pero su rostro era una piedra inescrutable. Fue hasta la pared, la miró durante unos instantes y tomó dos pistolas de nueve milímetros. Las dejó en el sillón cama y tiró allí también algunos cargadores.

-Es todo lo que puedo darte –me dijo con seriedad. –Ahora chau antes que me arrepienta.

Guardé todo en una mochila que Muriel también arrojó con indiferencia sobre el sillón cama. Me puse de pie y me quedé mirando la pared por unos instantes. Me extendí y tomé lo que coronaba la particular decoración de interiores.

-Te diría que no, pero ¿de qué serviría? –me dijo Muriel mientras veía cómo su escopeta de doble cañón descansaba sobre mi hombro. –Hay una caja de munición en el primer cajón de la cocina. Ahora, ¡fuera!

La noche había caído sobre la ciudad y con ella una nueva nevada. Me quité el parche de gaza de la cara y dejé que el frío terminara de curtir la piel enrojecida. Era una noche tan buena como cualquier otra para hacer lo que debía hacer. Me colgué la escopeta al hombro y la cubrí con el sobretodo. Antes del amanecer, habría saldado mi deuda de una forma u otra.

Gentileza:

.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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