Desde afuera, el enorme supermercado parecía una caja gigante de metal pintada de azul y gris. De sus tres entradas principales, dos estaban clausuradas. La gente se turnaba para entrar o salir con los carritos cargados y hablando fuerte para hacerse escuchar sobre la horrible música que sonaba en los altoparlantes. Esperé durante un instante a que el tránsito de personas fuera menor y me acerqué a la entrada funcional. Aminoré el paso cuando ya estaba cerca y consideré quitarme la gaza de la cara. Pensé que un hombre con la cara parchada como consecuencia de un golpe así llamaría demasiado la atención, pero al final decidí dejarme el parche puesto. Sería más llamativo un hombre con un hematoma del tamaño de una pelota de tenis y la piel cortada. Decidí que no importaba cómo me viera. Si alguien ya me esperaba dentro, estaría perdido de todas maneras.
El lugar bullía entre música, gente y el plin de las cajas registradoras marcando los productos. Saludé al guardia de seguridad de la puerta con una pequeña inclinación de cabeza, pero pareció no verme. Su mirada estaba ocupada en una señora de tacos y escote pronunciado que llevaba un canasto de plástico colgado del hombro. Tanto mejor, pensé y seguí hasta el lugar de los casilleros. Cuando los tuve en frente, busqué el 22. El número estaba borroneado, como si alguien lo hubiera rayado con una llave, pero definitivamente era el correcto. Eché una mirada rápida a los costados para corroborar que nadie me estaba prestando particular atención y puse la moneda en la ranura. Escuché que caía y el mecanismo se destrababa. Abrí rápido la puerta y metí la mano hasta el fondo. Allí, pegado con cinta en la parte de arriba, estaba lo que había venido a buscar. Guardé aquello en el bolsillo interior de mi sobretodo, cerré la puerta, tomé la moneda y me fui.
Sentado en el banco de una plaza a tres cuadras del supermercado, encendí un cigarrillo y me dispuse a revisar el contenido de lo que había guardado en mi sobretodo. La bolsa era pequeña y estaba bien asegurada con un cordón. Lo quité con esfuerzo y vacié el contenido sobre mi regazo. Los elementos no eran nada del otro mundo. Un pequeño fajo de billetes, una llave plana, pero el tercero llamó particularmente mi atención. Era una tarjeta rectangular y rugosa, de esas cuya imagen cambia dependiendo el ángulo en que se la mire. Uno de los diseños era completamente negro y tenía una gran “G” en dorado. El otro, cuando la tarjeta se giraba, tenía un símbolo que nunca antes había visto. Si esperaba que aquel contenido me ayudara a unir puntos, iba a continuar por el camino de las decepciones. Tenía que ir al lugar indicado, aunque ello significara estar rodeado de fantasmas.
La vi a lo lejos, de pie en el mismo sitio donde tantas otras veces nos habíamos encontrado. Vestía botas altas, una gabardina marrón oscuro y alrededor de su cuello una bufanda de casimir gris. Tenía el largo pelo negro recogido en una cola y sus mejillas presentaban el típico tono rosado por el frío. “Es el rosa del invierno”, solía decir Carla. El recuerdo me cubrió con un manto de nostalgia. Podría haberle echado la culpa al lugar, pero ya me había mentido demasiado a mí mismo. Me acerqué y le hablé despacio.
-Pensé que tendría que esperarte. La puntualidad nunca fue lo tuyo. –Muriel me miró, intentó una sonrisa y volvió a bajar la mirada en dirección a la tumba.
-Sabía que ibas a venir cuanto antes. Hice algo de tiempo charlando con él. ¿Sabés una cosa? Por más que hayan pasado cinco años, todavía me parece verlo por la ciudad. Tomando café en alguna esquina o comprando el diario en el puesto de siempre. –Muriel suspiró largamente. –Luego me recuerdo que está muerto y la esperanza se deshace como la nieve bajo la sal.
La reflexión de Muriel me hizo pensar en Julia. Su tumba estaba en este mismo cementerio, unas filas más hacia el Oeste. La visitaba a menudo, cuando no estaba borracho y lamiendo mis heridas del alma en el suelo de mi departamento. Ahora eso parecía haber quedado atrás. Claro que no había sido decisión mía, pero supongo que tenía que agradecerles a los intrusos el haberme sacado de ese círculo vicioso. Pensé en Julia y mi mente me trajo de inmediato el rostro de Amalia. No podía cargar con el peso de otra niña muerta. Tenía que encontrarla. Tenía que expiar mis culpas, aunque se me fuera la vida en ello. Le ofrecí un cigarrillo a Muriel y ella lo tomó con una mano enguantada. Comenzaba a nevar.
Sentado bajo la pérgola del cementerio, le agradecí por la nota y por lo encontrado en el casillero 22. El dinero me serviría para aprovisionarme momentáneamente y la llave, si estaba en lo correcto, abriría el candado del depósito cerca del muelle. Allí guardaba algunas pertenencias de mi tiempo como policía, además de equipo para acampar y otras chucherías que consideraba de utilidad. Saqué la tarjeta del bolsillo y se la extendí a Muriel.
-¿Qué me podes decir de esto? –Le dije mientras largaba una bocanada de humo. Muriel tomó la tarjeta y la miró en detalle. Parecía sorprendida.
-Esto no lo dejé yo. No reconozco el símbolo, pero la “G” dorada me hace pensar en Giancarlo Belonni. Imagino que el nombre te suena, ¿no?
Claro que me sonaba. Giancarlo Belonni era un conocido mafioso, asesino y estafador. Concentraba demasiado poder y dinero como para que la policía, una entidad ya de por sí corrupta, pudiera hacer algo al respecto. Sus hombres solían trabajar por la zona donde me apalearon, pero no había unido mi caso con la figura de Giancarlo. No creí que un hombre a la cabeza de una organización criminal de su calibre fuera a caer en secuestros simples y extorsiones baratas. Veía los labios de Muriel moverse, pero mi mente estaba en otro lado. Las preguntas se agolparon todas juntas y empujaban con fuerza para salir. ¿Tenía Belonni algo que ver con todo esto? ¿Cuán importante era Amalia? ¿Qué la vinculaba a uno de los jefes criminales más peligrosos de la ciudad?
-¿Me estás escuchando, Augusto? –La voz de Muriel me trajo de golpe a la realidad.
-Sí, discúlpame. Por un segundo me fui.
-Hay cosas que no cambian más, me parec…
La bala rebotó contra una de las columnas y salió disparada hacia el lado opuesto. Ya sea por los años de entrenamiento o por una cuestión de instinto, me arrojé hacia un costado y me puse detrás de una pequeña pared decorativa. Muriel cayó a mi lado de golpe con los ojos bien abiertos.
-¿Te siguieron? ¡La puta madre, Agusto! Te estás volviendo descuidado. –Su voz parecía la de una tigresa; una mezcla entre rugido y palabras.
Sacó de su gabardina una pistola y devolvió el fuego que recibíamos. Los disparos sonaban contra la piedra y, un poco más lejos, los gritos de varios hombres llegaban en seguidilla. Tomé mi arma y me uní a la contienda. Tenía que ser cuidadoso con mi munición. Si disparaba al tanteo, iba a ser un blanco fácil con el cargador vacío. Vi a uno de los hombres que nos atacaban cruzar de una lápida a otra y disparé. La bala lo alcanzó en un costado y cayó al piso con un grito de dolor. Muriel disparaba con precisión y ya había abatido a dos más. Apreté el gatillo tres veces más y fallé. La piedra y el mármol de las tumbas saltaba en todas direcciones. Aquella tierra santificada se regaba de sangre y escombros.
-¡Me queda un solo cargador! –gritó Muriel en un rugido por sobre la batería de disparos. Fue entonces cuando distinguí un sonido conocido entre el caos. Sirenas. La policía, tarde como siempre, estaba en camino.
Los atacantes gritaron algo que no pude distinguir y comenzaron a correr hacia la salida a medida que seguían disparando. Me asomé para comprobar la situación y vi que las cosas se habían calmado. Los hombres se metían en una de las dos van negras que habían estacionado cerca de la vereda. Me disponía a seguirlos, cuando se abrió la puerta de la segunda van. Atada y golpeada, pero aún con vida, Amalia gritaba de miedo y desesperación. Uno de los encapuchados la apuntó con un arma en la cabeza y ella se puso a llorar. La puerta de la van se cerró, los neumáticos patinaron apenas sobre el asfalto húmedo y los dos vehículos se marcharon a toda prisa.
Las sirenas de la policía sonaban ya muy cerca. Iba a tener que dar explicaciones. Iban a pedir respuestas y yo solo tenía más dudas.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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