Existen historias que, sin intención aparente, esconden dentro otras historias. Me gusta llamarlas metahistorias o historias mamushka. Estos relatos emergen a la superficie portando un rostro simple, cómico, desinteresado. Sin embargo, a medida que progresan y evolucionan, dejan ver por debajo de la piel el verdadero tesoro de la narrativa. Cuando las tenemos cara a cara, nos guiñan un ojo y se sonríen porque saben que la estábamos esperando. Claro, ellas lo saben. Nosotros simplemente nos quedamos ahí, anonadados, intentando darnos cuenta de cómo llegamos hasta acá. Una serendipia literaria que nos toma de las manos y, antes de lo pensado, nos deposita justo donde no sabíamos que queríamos estar. Quizás no los invada el terror al leer estas líneas, pero ojalá les ayude a abrir los ojos a todo aquello que está justo al lado y que nunca antes habíamos notado.
Las persianas cerradas le daban al lugar un aspecto deprimente y avejentado. La pintura amarilla se había descascarado, exponiendo el material debajo. A esa hora de la tarde, parecía la piel reseca de un anciano que comenzaba a quebrarse. Lo único que aún mantenía el brillo era el cartel pintado con letras rojas encima de la puerta. Una sola palabra con los bordes remarcados en un negro profundo y ajeno al paso de los años. “ANTIGÜEDADES”. La tienda misma honraba su propio rubro. Si alguien iba caminando y le pasaba por al lado, lo más probable es que ni siquiera se percatara de su existencia. La fachada se mimetizaba con el resto de la cuadra como un gorrión en una rama. Su existencia no lastimaba la vista ni invitaba a la contemplación. Simplemente estaba ahí, ajena al paso de los peatones que ignoraban su lugar en la cuadra.
Esa noche, Luna no podía dormir. Se paseaba alrededor de la mesa de la cocina dándose golpecitos suaves con un lápiz en los labios mientras consideraba diferentes opciones en su cabeza. Todo estaba dispuesto para la gran presentación, excepto un último detalle. Fue hasta la heladera, sacó el paquete abierto de Mantecol y tomó un pequeño trozo con los dedos. Lo comió con la vista fija en el sticker anaranjado de una mariposa que había pegado junto al marco de la puerta principal. Sus ojos, sin embargo, no veían la mariposa. Estaban mucho más lejos, enfocados en los espacios repletos de arte que en cuatro días serían visitados por cientos de personas. Tragó el pedacito de Mantecol e inmediatamente se llevó otro a la boca. Sintió cómo la pasta dulce se le pegaba ligeramente en los dientes, pero no le importó. Entonces, casi en un descuido, miró el envoltorio del paquete. Cuando se fijó en el color rojo del logo, su mente se iluminó. ¿Cómo se le había pasado de largo esa idea? Después de todo, su casa estaba justo en la misma cuadra.
La calle estaba desierta. Solo un auto con dirección desconocida quebró la quietud de la ciudad que ya dormía. La caminó despacio, consciente del ruido que hacían sus sandalias al pisar las piedrillas de la vereda. Cuando llegó frente a la tienda, fue recibida por la persiana cerrada. No esperaba encontrarla abierta, eso era claro. Solamente quería estar segura de que el local siguiera ahí, comprobar que no era solo un recuerdo o algún producto de su imaginación fatigada. Nada se veía más allá de la persiana baja, ni siquiera un atisbo de la vidriera. Luna se quedó allí parada por unos segundos. Cuando estaba por volver a su casa, le pareció escuchar el sonido de un mensaje en el teléfono. Lo sacó del bolsillo, pero la pantalla no mostraba nada. “Debo estar cansada”, pensó mientras devolvía el celular a su sitio. Fue entonces cuando le pareció percibir una pequeña luz que provenía desde el interior de la tienda. Era tenue, casi invisible frente a la luminaria pública de la calle. Sin embargo, aquel brillo era indiscutiblemente real. Al cabo de unos instantes, se apagó. Aquella noche Luna durmió de forma interrumpida. Cada tanto era despertada por el sonido de un mensaje, pero cuando miraba la pantalla del celular, solo encontraba el reloj digital indicándole que eran las y tanto de la madrugada.
Al día siguiente, Luna regresó a la tienda. La persiana seguía baja, pero esta vez pudo leer un pequeño cartel que no había captado la noche anterior. “CERRADO PERMANENTEMENTE”, decía con una escritura hecha a mano y en grandes letras mayúsculas que alguien había escrito con un marcador indeleble. Su decepción fue inmediata. Si había un lugar que en pleno 2021 tuviera televisores antiguos, era ese. Consideró otras opciones, aún con la desazón de la situación pesándole en la mente. Decidió que llamaría a algunos amigos, haría alguna publicación en las redes y esperaría a que se diera el milagro. El resto del día transcurrió entre acarreo de materiales y puesta en orden de la muestra. Por la noche, la despertó un sueño agitado. Revisó el celular para corroborar la hora y encontró un mensaje. El número era desconocido y el contenido solo tenía una dirección. Luna la reconoció inmediatamente. Se cambió con lo primero que encontró y salió una vez más a la calle. El silencio de la noche no era el mismo. El ambiente parecía pesado, como si una ola de calor invisible hubiese caído sobre la ciudad y todo estuviese cubierto por una capa de aire asfixiante. La sensación de ahogo le trajo recuerdos ingratos, dolorosos. Cuando llegó frente a la tienda, vio la misma luz mortecina de la noche anterior. Pero había algo más. Al principio no lo reconoció. Era casi un susurro, un ruido como de lluvia lejana que llegaba desde el otro lado de la persiana de metal. Entonces se dio cuenta. Era el ruido de la estática de un televisor. Sintió que un escalofrío le bajaba desde la nuca. Se lo quitó de encima con una sacudida y comenzó el regreso a su casa. En la esquina, sonó su celular. Era una llamada del mismo número desconocido. La curiosidad pudo más que el temor y atendió. Del parlante solo le llegó el sonido de la estática. Estaba por colgar cuando escuchó las palabras. “Ya no hay vuelta atrás”. Corrió hasta su casa, se metió bajo las sábanas aún vestida y esperó que todo volviera a la normalidad. En la inmensa profundidad de la noche, el teléfono volvió a sonar.
El día de la muestra, nadie podía dar con la artista. Sus amigas y amigos dieron aviso de la desaparición a la policía. Revisaron la casa, el barrio y el lugar de trabajo, pero no dieron con su paradero. Una semana después, un joven que volvía caminando del bar pasó frente a la tienda de antigüedades. Por un instante creyó oír algo, pero no le dio importancia. Sin embargo, mientras continuaba caminando calle abajo, hubiese jurado que del otro lado de la persiana cerrada una voz de mujer pedía ayuda entre el ruido de la estática.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
INSTA: /tabacoytinta
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