El hecho es que el Viajero del Tiempo era uno de esos hombres demasiado listos como para creerles. Nunca te sentías como que habías visto todo de él. Siempre sospechabas una sutil reserva, una ingenuidad agazapada, detrás de su lúcida franqueza.
-H.G. Wells. La máquina del tiempo
Llegó tan rápido como pudo. El tránsito de la hora pico lo había demorado más de la cuenta, pero estaba seguro de que eso no alteraba para nada el plan. Cuando se paró delante de la puerta, sintió como si el corazón se le fuera a salir del pecho. Respiró hondo y llamó con tres golpecitos rápidos. “¡Ya va!”, se escuchó desde adentro. Luego una seguidilla de ruidos hogareños. Puertas que se abrían y cerraban, muebles arrastrados por el suelo, el repiqueteo de diferentes utensilios y, finalmente, los pasos apresurados llegando hasta la entrada. El doble giro de la llave fue el toque final.
-Perdón la demora. –El profesor parecía enérgico y agotado a la vez. Como si sus ojos tuvieran contenida la chispa de la adrenalina que faltaba en todo su cuerpo. –Cuando me di cuenta de que no llegarías a horario me demoré con los últimos ajustes. ¡Vení, vení! Pasá y cerrá la puerta.
Le molestaba que le hubieran remarcado su impuntualidad. El choque entre la Avenida y la calle que bajaba no había sido culpa suya. Había sido solo una de esas bromas del destino. Dicen que Universo no tiene sentido del humor, pero parece que reírse de los que hacen planes le sale muy bien. Entró y cerró la puerta a su paso. La casa estaba tal cual se la había imaginado. Hacía ya un tiempo que nadie la aseaba a fondo y el polvo se acumulaba sobre la superficie del mobiliario. Por lo demás, nada parecía demasiado fuera de lugar. Después de todo, ¿quién era él para quejarse? Si su madre viera su propio departamento seguramente le daría un ataque. Siguió al profesor hasta que cruzaron la cocina y llegaron a la puerta que daba al sótano. La escalera crujió ligeramente, pero ningún escalón se movió. La luz perdió toda su naturalidad y dejó paso a la iridiscencia artificial de los focos del techo.
El sótano era rudimentario y frío. Las paredes estaban atestadas de estantes repletos de pedazos de metal, herramientas variadas y diferentes tipos de cables. Algunas piezas pequeñas se encontraban dentro de cajas plásticas transparentes con los correspondientes rótulos escritos con marcador negro indeleble. En el centro del lugar, un enorme tablón de madera sostenía una máquina que vibraba despacio y de forma rítmica. El profesor estaba encima, ajustado un tornillo con forma de estrella a un costado del aparato.
-Vení más cerca. Fijate en los retoques, –le dijo sin mirar al invitado que se acercaba cauteloso hasta donde él se encontraba. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, notó que la máquina no solamente emitía una leve vibración, sino que también marcaba un conteo invisible desde algún lado.
-¿Cuán atrás puede ir? –La voz del muchacho sonaba inquieta, ansiosa.
-Eso depende, mi buen amigo, -dijo el profesor con una sonrisa cómplice. -¿Cuán atrás estás dispuesto a ir?
Con un último giro del destornillador, el profesor cerró la pequeña compuertita en la que había estado trabajando y movió un interruptor negro en la parte de atrás. La máquina traqueteó por unos instantes y luego se estabilizó. La vibración ahora sonaba como el zumbido de una abeja gigante.
-¿Cómo funciona exactamente? –preguntó el invitado.
-Bueno, es muy sencillo. Este pequeño panel tiene los espacios para ingresar las coordenadas temporales. Ya sabés. Día, mes, año. –El profesor se movió hacia un costado. –Este otro panel marca las coordenadas geográficas. Si no se coloca nada aquí, la configuración predeterminada te enviará a estas mismas coordenadas en las que estamos ahora. Entonces, ¿vas a probarla o qué?
El joven se acercó otro poco. Puso sus manos sobre la máquina y sintió su vibración recorrerle desde la punta de los dedos hasta los tobillos. Miró el primer panel y, casi de forma automática, ingresó la fecha. Luego miró al segundo panel y colocó las coordenadas.
-Estoy listo, -le dijo al profesor.
-Buena suerte, muchacho.
El profesor accionó el botón y todo quedó envuelto en un halo de luz verde. “Me pregunto si me estaré olvidando de algo”, pensó justo en el momento en que tanto la máquina como el joven desaparecían con un chasquido.
Todo era eternidad concentrada. Nada pasaba en ese no-tiempo sin espacio. El flujo constante de lapsos se solapaba sobre sí mismo y alrededor solo podía apreciarse la más completa quietud. Era un sitio imposible que no obedecía a las leyes de la física clásica. Eones podrían haberse acontecido en una carrea desenfrenada hacia un espiral sempiterno sin que nadie lo notara. Allí solo había energía pura, sin ninguna otra explicación posible. Pero ¿qué posibilidades reales había? La situación completa era ridícula en su imposibilidad teórica. Sin embargo, acontecía. Lo inefable se volcaba sobre el velo de lo real como una mancha de vino que todo lo tiñe de brillante granate.
Cuando llegó, todo parecía haber funcionado de maravilla. Al joven le bastó una mirada rápida para darse cuenta de que había llegado a destino. Ahí, a solo unas pocas cuadras, lo esperaba el motivo de su viaje al pasado. Se giró entonces para guardar la máquina o, por lo menos, quitarla de la vereda, pero no estaba allí. De hecho, no estaba en ninguna parte que pudiera verse. El muchacho miró desesperado por todos lados, pero la máquina no aparecía. Comprendió, con un gesto de magnánimo horror, que estaba atrapado. En su vertiginosa ansiedad no había preguntado las instrucciones para regresar.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
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