San Rafael, Mendoza martes 30 de abril de 2024

Un plato que se come tibio – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

No comparto la famosa frase “la venganza es un plato que se come frío”. No por motivos morales o cargos de conciencia, sino por lo que respecta a la temperatura del platillo. Cuando un alimento está muy caliente, por más que sea un exquisito manjar, lo terminaremos escupiendo con el fin de traer alivio a nuestras papilas gustativas calcinadas. Si, por el contrario, está muy frío, solo nos dejará momentáneamente ese sabor agradable en la boca y pronto pasará a ser el vano recuerdo de una receta olvidada. La venganza, nos cuenta el narrador del siguiente relato, debe consumirse tibia, casi a temperatura ambiente. De esa manera, la gama de sabores que yacen encima del odio, el ingenio y la plena sensación de saciedad será eterna. Empero, se debe tener especial cuidado al preparar esta receta. No vaya a ser que termine generando tal placer que se vuelva una adicción y nos deje finalmente sin ingredientes.

La luz del baño hacía que la cicatriz pareciera mucho más grande de lo que era. La tantee con la yema del dedo índice y medio, recorriendo lentamente su contorno irregular. Había sanado bastante bien, pero todavía era posible percibir el contraste con el resto de la piel. Nunca me había generado grandes complicaciones en la vida, ni siquiera al momento de buscar pareja. Simplemente inventaba una anécdota dependiendo de quién preguntara y siempre lograba sacar una carcajada o un gesto de empatía. El paso de los años me había vuelto un mentiroso infalible en cuanto a lo que a cicatrices respecta. Para lo demás, nunca fui buen farsante. Según me dijeron quienes me conocen, lo que me delata es mi nariz. Dicen que tiende a moverse ligeramente hacia arriba cuando me estoy inventando algo. Pero el verdadero origen de la marca en mi rostro no es una treta ni un delirio de mi imaginación. Parte de un momento exacto. Más precisamente de una persona exacta.

Jaime Pescador sobresalía entre los demás niños de primaria por dos cosas. Su singular maldad más allá de la inocencia infantil y su gran capacidad para culpar a otros por sus actos. Era delgado, aunque no particularmente alto, con el cabello ondulado muy rubio y los ojos de un celeste claro. Se parecía a esos niños que salen en las fotografías de las grandes empresas de ropa o en las cajas de los huevos Kinder Sorpresa. La sutileza del celeste en sus ojos era en realidad el paño que ocultada el sumidero de su alma necrótica. Hay personas que ya nacen así, con el corazón podrido dispuesto a ser un nido de corrupción. No se nos avisa que están a nuestro alrededor y a menudo no llegamos a enterarnos de su presencia a no ser que alguno se cruce en tu camino. Entonces ese ser se encargará de que la marca que lleves el resto de tu vida no sea solamente física. Sí, lo recuerdo tal cual era. De la misma forma recuerdo ese instante fatídico. Las risas. Las risas.

El timbre había sonado fuerte a la hora de la siesta. A pesar de que la costumbre generalizada en el barrio era la de acatar el horario de descanso, la mayoría de los niños y niñas aprovechaban el sueño de sus padres para conquistar la calle con sus juegos. Aquella tarde, sin embargo, me encontraba completamente solo en el hogar. Mi madre había salido a trabajar en la mañana y todavía no regresaba (la triple jornada docente era la red sobre el abismo), por lo que había decidido pasar las horas viendo televisión sentado en el suelo del ­living. El sonido me quitó del ensueño en que me encontraba y me paré de un salto. Fui hasta la puerta, miré por la ventana para estar seguro y vi que afuera me esperaba Emilio. Mis sentimientos hacia él eran confusos, pues sus acciones oscilaban entre la amistad y la burla cruel –¿qué niño no lo es? –. Abrí la puerta apenas y le pregunté qué quería. “¡Tenés que salir!” me dijo eufórico. “Encontré algo muy raro y te lo quería mostrar. ¡Dale, vení!”. Salí sin más, no sin antes cerrar la puerta con llave. No tenía permitido salir de la casa, pero aún faltaba mucho para el regreso de mi madre. Seguí a Emilio dos cuadras en dirección a la escuela, mientras él miraba hacia los costados de los autos estacionados. “Tiene que estar por acá”. Lo seguí con el paso presuroso, intentando mantener el ritmo. “¿Qué es lo que buscamos?” le había preguntado mientras yo seguía mirando por el mismo sitio por el que habíamos pasado. “Tiene que estar por acá”, me repitió. “Fijate atrás de ese auto verde”. Cuando le di la vuelta, Jaime, agazapado contra el paragolpe trasero, saltó de repente. Una lluvia de patadas y trompadas me cayó encima tan de sorpresa que no alcancé ni siquiera a cubrirme. Solo atiné a ver una mata de pelo rubio ondulado y dos ojos gélidos. “¿A quién venías a buscar, gordo puto?”. Las risas. Las risas desapareciendo a la distancia.

Por muchos años pensé que nunca iba a poder despojarme de aquel recuerdo. Me acechó durante largo tiempo e incluso, ya siendo un adulto, tuve pesadillas en las que me encontraba nuevamente en esa humillante situación. Luego de interminables sesiones de terapia, tratamientos de todo tipo y consultas a infinidad de expertos llegué a creer que sería imposible llenar el vacío que Jaime Pescador había cavado en lo profundo de mi ser. Ese hueco labrado a fuerza de insultos, golpes y bajezas era hondo y oscuro. Sin embargo, anoche logré finalmente ponerle fin a ese pesar eterno. La policía pasó preguntando, porque alguien dijo que lo habían visto irse del bar conmigo. Les dije que habíamos sido amigos de la primaria. Que nos habíamos reencontrado por casualidad y que, luego de ponernos al tanto sobre nuestras respectivas vidas, habíamos decidido compartir un taxi a la salida. Me disculpé por no poder continuar con el interrogatorio justificando la necesidad de revisar el platillo que se cocía en el horno. Los oficiales me saludaron amablemente y se fueron. Me dediqué a disfrutar cada bocado. La carne, desprovista de la poca grasa que tenía y desechadas las partes no comestibles, tenía un sabor dulzón intenso similar al del cerdo. Quién diría que los niños brabucones saben tan bien con verduras y un poco de vino tinto.

Gentileza:  

 Lic. Lucio Ravagnani Navarrete

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