La desigualdad es el origen de todos los movimientos locales.
-Leonardo Da Vinci
Nosotros, los de este lado, miramos la valla alzarse por encima de nuestras cabezas como una frontera impenetrable. De este lado parece reinar una perpetua y fría penumbra. La valla está hacia el Este e impide que los rayos de sol alcancen nuestros rostros decrépitos y resquebrajados. Para cuando llega al Oeste, solo nos quedan los rezagos de su calor consumido.
Ellos, los del otro lado, gozan plenamente del día con sus mañanas bañadas en oro solar y de las tardes frescas al comienzo del crepúsculo. Sus ojos brillan con la luz de las estrellas y sus rostros reflejan la viva imagen de la opulencia. Allí no tienen frío ni sufren el calor. Las migajas son para los demás.
Nosotros, cuando lloramos, lo hacemos en silencio y cubriéndonos la boca. Es que hay tanto vacío de este lado que el eco de las lágrimas despierta a los recién nacidos. Ahogamos la pena entre los dedos porque, si nos escuchan los demás, el dolor se propaga como un virus.
Ellos nunca lloran. Las risas llegan hasta nuestros oídos agobiados como el canto de los ángeles que nunca vemos. Parece tan lejano que igual podría tratarse del paraíso perdido. A veces ellos se ríen tan fuerte que nuestros pequeños se asustan ante tan extraño sonido. La felicidad nos es tan ajena como la sombra al desierto.
Nosotras, las parturientas, tenemos que acuclillarnos sobre el barro blando para que nuestra descendencia no sienta la dureza de la realidad inmediatamente. El primer contacto que reciben es el de la tierra que a los pocos años les cobrará el favor. Nuestros pechos están secos y solo podemos brindar el tibio aire de nuestro último aliento justo antes de dejar un nuevo espacio vacío. De nuestros huesos lijados por el frío nuestros nietos levantan sus hogares.
Ellas, las radiantes embarazadas, paren rodeadas de las sedas más finas. Hay quienes cuentan descabelladas historias al respecto. Dicen que cada mujer tiene a su disposición un enjambre de gusanos que día y noche fabrican la materia prima para confeccionar aquellas mantas. Sus pechos rebozan de dulce leche tibia que llena las mejillas rechonchas de los infantes y su tacto es tan suave como la brisa de primavera. Cuando mueren, sus restos ya disponen de un edificio dedicado a quienes fueron en vida. Ellas no vuelven a la tierra, porque para ellas la tierra es sinónimo de mugre y bajeza.
Nosotras, las de este lado, nunca hemos bañado nuestra piel con la frescura de un perfume. Si no fuera porque ellas arrojan los frascos vacíos por encima de la valla, ni siquiera sabríamos que existe algo igual. Buscamos, entre los restos de vidas consumidas y residuos inmutables, las pequeñas flores azules que se esfuerzan por imitar el aroma del aire limpio. Pero existen tan pocas que, cuando alguna las encuentra, las demás se le echan encima como lobas hambrientas y la sangre termina por arruinar los delicados pétalos.
Ellas confunden con fragancias artificiales a las nubes que lloran de nuestro lado. Cubren el sudor y el aceite de su piel con imitaciones imposibles de la naturaleza. De alguna forma han podido conservar dentro del vidrio la “brisa del mar” o el “eco de montaña”, porque eso dicen los pequeños recipientes vacíos.
De este lado de la valla, somos las sombras inexistentes de los despojos olvidados.
Del otro lado de la valla, divinidades caprichosas nos recuerdan constantemente que solo existen ellas.
Gentileza:
AUTOR: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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