«Todo empezó con mi esposa», cuenta Muruganantham, en su tierra natal India. En 1998 se acababa de casar y su mundo giraba en torno a su esposa, Shanthi, y su madre viuda. Un día vio que Shanthi estaba escondiendo algo y cuando se enteró de qué era le aterró: «trapos asquerosos» que usaba durante la menstruación. Cuando le preguntó por qué no usaba toallas sanitarias, Shanthi le señaló que, si las usaran las mujeres de la familia, no quedaría dinero para comprar comida.
Para impresionar a su joven esposa, Muruganantham fue al centro a comprarle toallas sanitarias. Las pesó en sus manos y se preguntó por qué 10 gramos de algodón, que en ese entonces costaban 10 paise (US$0,001), se vendía en 4 rupias (US$0,07): 40 veces más.
Cuando investigó un poco más, descubrió que casi ninguna de las mujeres en los pueblos cercanos usaba toallas sanitarias: esto fue confirmado por una encuesta de 2011 de AC Nielsen comisionada por el gobierno indio que encontró que sólo el 12% de las indias usan toallas sanitarias.
Se horrorizó además al enterarse de que las mujeres no sólo usaban trapos viejos sino también otras sustancias antihigiénicas como arena, aserrín, hojas y hasta ceniza. Y las que usan trapos, no los secaban al sol, pues les daba vergüenza, lo que significaba que no se desinfectaban. Aproximadamente el 70% de las enfermedades reproductivas en India son causadas por falta de higiene menstrual, que puede también afectar la mortalidad materna.
Primero hizo una toalla sanitaria de algodón y se la dio a Shanthi, esperando que le dijera qué tan bien funcionaba inmediatamente. Ella le contestó que iba a tener que esperar unos días: sólo entonces se enteró de que el período de las mujeres era mensual.
«¡No puedo esperar un mes cada vez… me voy a demorar décadas!», exclamó y se dio cuenta de que necesitaría voluntarias. Sin embargo, encontrarlas no era fácil. Sus hermanas se negaron, así que se le ocurrió recurrir a las estudiantes de medicina de la escuela local. Logró convencer a 20 estudiantes de que probaran sus toallas, aunque tampoco funcionó: el uso no fue confiable.
Decidió que iba a tener que poner a prueba sus productos personalmente: «me convertí en el hombre que usaba toallas sanitarias». Creó un «útero» con la cámara de una pelota de fútbol a la que le hizo dos huecos. Un amigo carnicero le proveía sangre de cabra. Luego le echaba un aditivo, que le daba otro amigo que trabajaba en un banco de sangre, para impedir que se coagulara demasiado pronto.
Caminaba, montaba bicicleta y corría con el aditivo debajo de su ropa, bombeando constantemente sangre para poner a prueba la capacidad de absorción de sus toallas. Todo el mundo pensó que se había vuelto loco o tenía una enfermedad sexual. Los amigos cruzaban de calle para no toparse con él. «Me consideraban pervertido», recuerda. Su esposa se cansó y se fue. «¡Dios tiene sentido del humor: empecé mi investigación por mi mujer y 18 meses después me dejó!», dice.
En vez de darse por vencido, tuvo otra idea: estudiaría toallas sanitarias usadas, pues seguramente revelarían todos los secretos. Problemático, en una comunidad tan supersticiosa. explica Muruganantham. Conto nuevamente con su grupo de estudiantes y las recogió después. Las puso en el patio de atrás de su casa para estudiarlas, pero su madre las vio y esa fue la gota que derramó la copa: ella lloró, envolvió sus pertenencias en su sari y se fue.
El misterio más grande para él era de qué estaban hechas las toallas sanitarias buenas. Las que sabían eran las compañías multinacionales pero ¿cómo preguntarles? Muruganantham le escribió a las grandes firmas manufactureras con la ayuda de un profesor universitario. Pero no lograba entenderse. Al final se le ocurrió decir que era dueño de un telar, y que quería unas muestras. Unas semanas después, llegaron unos misteriosos tablones duros: celulosa, hecha de la corteza de un árbol.
Le había tomado dos años y tres meses descubrir de qué estaban hechas las toallas sanitarias: la máquina que se requería para moler este material para convertirlo en toallas sanitarias costaba varios miles de dólares. Cuatro años y medio más tarde logró crear un método barato para la producción de toallas sanitarias.
Las máquinas son deliberadamente simples y esqueléticas, para que las mismas mujeres las puedan manejar y mantener. El primer modelo era casi todo de madera y cuando se lo mostró a los científicos del Instituto Indio de Tecnología (IIT), en Madras, no se mostraron muy entusiasmados: ¿cómo iba ese hombre a competir con las multinacionales?
Sin embargo, la intención de Muruganantham no era competir. «Estamos creando un nuevo mercado». Sin que él lo supiera, el IIT postuló su máquina en una competencia por el premio nacional de innovación, y ganó. El presidente de India, Pratibha Patil, le entregó el premio. De repente, se volvió famoso.
«Gloria instantánea: los medios fotografiándome y todo», dice. «La ironía es que, después de 5 años y medio, recibí una llamada y una voz ronca me dijo: ¿te acuerdas de mí?». Era su esposa, Shanthi. No le sorprendió el éxito de su esposo.
«Todo el tiempo encuentra cosas nuevas y quiere saber todo sobre ellas. Y luego quiere hacer algo al respecto que nadie ha hecho antes», dice. No obstante, no es fácil vivir con tal ambición. No sólo le escandalizó el interés de su esposo en ese tema, sino que él le dedicaba todo el tiempo y dinero, en una época en la que tenían apenas suficiente para comer bien. Y luego vinieron los chismes. «Lo más difícil fue cuando los aldeanos empezaron a hablar y a tratarnos muy mal», confiesa. Eventualmente también la mamá de Muruganantham y los amigos, que lo habían condenado, criticado y aislado, volvieron.
«Imagínese, tengo la patente de la única máquina en el mundo para hacer toallas sanitarias baratas. Cualquier persona con un master inmediatamente acumularía el máximo de ganancias. Y yo que no pude ni terminar la escuela, no quiero. ¿Por qué? Porque desde que era niño aprendí que ningún ser humano se muere de pobreza, todo pasa por ignorancia».
En su opinión, los grandes negocios son parásitos, como un mosquito, y él prefiere un toque más ligero, como el de una mariposa. «Una mariposa puede chupar miel de una flor sin perjudicarla», aclara.
A Muruganantham le tomó 18 meses fabricar 250 máquinas que llevó a los estados más pobres y poco desarrollados en el norte de India. aldea tras aldea, empezaron a aceptarlas y con el pasar del tiempo las máquinas han entrado en 1.300 aldeas en 23 estados.
Las mujeres escogen su propia marca para sus productos, así que no hay una marca generalizada. Es «por y para las mujeres». Y continúa: «Mi meta era crear un millón de trabajos para las mujeres pobres, pero, ¿por qué no 10 millones en todo el mundo?». Su proyecto se está expandiendo a 106 países en todo el mundo.
Muruganantham vive hoy en día con su familia en un departamento moderno, tiene un jeep, «que me lleva a las montañas, selvas y bosques», y «no he acumulado dinero, pero sí mucha felicidad».
Alguna vez le preguntaron si recibir el premio de las manos del presidente de India fue el momento más feliz de su vida. Respondió que no: su mejor momento llegó después de instalar una máquina en una aldea remota en Uttarakhand, en la ladera del Himalaya, donde por muchas generaciones nadie ha ganado lo suficiente para mandar a sus hijos a la escuela. Un año después, recibió una llamada de una mujer de esa aldea quien le contó que su hija había empezado a ir al colegio.
«Lo que no pudo hacer Nehru (nacionalista y político hindú, destacado en la lucha por la independencia de su país del Imperio británico), lo logró una máquina», dijo.
Gentileza:
Beatriz Genchi – beagenchi@hotmail.com
Museóloga – Gestora Cultural – Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
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