El filósofo estoico Séneca expresó en su obra: “el suicidio es el último acto de una persona libre”. La muerte, tema tabú para gran parte de los hombres y mujeres de Occidente, muestra su rostro en forma de labor autocumplida con más asiduidad de la que nos gusta aceptar. Basta con mirar las últimas cifras de la OMS para que caiga la venda que nos filtra una parte innegable de la realidad. La literatura, más allá de las epístolas características, es refugio mundial de los usos y costumbres de esta práctica tan polémica. El Año de la Peste trajo, a su vez, una pandemia silenciosa y, me atrevo a decir, mucho más fulminante. Sogas, frascos y pólvora crean el lienzo de una pintura impresa en sangre y la que, por desgracia, suele pasar inadvertida. Que exista, entonces, una búsqueda fervorosa para evitar que los artistas sean cada vez más jóvenes.
Mi obra maestra descansa en la guantera. Aunque ensamblada y cien veces examinada, aún no está completa, pues no ha llegado a cumplir su primordial propósito. De tanto en tanto la tomo entre mis manos y examino sus líneas una por una. Sé de memoria su comienzo, medio y cierre, aunque todavía no haya colocado allí el punto final. Ciertos días me cuesta pensar que alguna vez podrá ser concluida, que podrá redimirme de furias y tormentos. Otros, de violenta inspiración, la veo con un deseo pasional, casi carnal. La saco de su refugio y la llevo a la altura de mis ojos donde puedo ver el inicio y el fin todo en uno. Un camino insondable que pasa por el cliché del alfa y el omega, careciendo de mejor referencia en pos de alcanzar la universalidad que pretende.
Quizás ya haya llegado el momento de poner un punto final. Un cierre, una conclusión, una última ejecución que concluirá tanto su vida como la mía. El hombre y la obra que lo libere del yugo despiadado que parece destinado a cargar hasta en sueños. Tal vez ya sea hora del último encuentro, porque nada queda ya más que esta obra y su misión.
Me decido, entonces, a cumplir. La tomo y le limpio con cuidado el polvo que los días le han puesto encima como un velo fúnebre. Tomo entre mi índice y pulgar el filo dorado, el cierre último de un acto que ya lleva veintitrés años en mediocre desarrollo. El punto en su lugar y la obra finalmente entera, completa. Solo espero que quien la encuentre pueda ver en ella la sombra de quien intentó convencerse de que sería un prólogo y no un epílogo.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – ravagnani.lucio@gmail.com
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