Quien haya alguna vez sufrido de intensa fiebre, sabrá las penurias que este sistema de defensa biológico trae consigo. Los delirios, lejos de reflejar grandeza, quiebran el fino paño de la realidad y abren un portal para que inimaginables seres se adentren a nuestro mundo. En pos de un bien mayor, nos hace arder con el invisible ardor de la noche y nos hunde en un lecho que no brinda ningún descanso. Es la maldición de aquel fuego primigenio que Prometeo trajo a los humanos y que ahora nos acecha ante cada infección. De las cenizas de la enfermedad, brotan las semillas de la salud renovada. Pero también germina un mundo de turbios y eternos espejismos.
Se dio vuelta y en rojo parpadeaban las 3:15 am. Tres parpadeos y la oscuridad aún era impenetrable. Tenía que salir de la protección de las sábanas y tomar agua o alguna bebida deportiva si no quería deshidratarse en mitad de la noche. El frío del suelo en contacto con la planta de sus pies se sintió como un colchón de alfileres. El primer esfuerzo con los brazos flacos y torcidos no tuvo resultado. En el segundo intento su mano resbaló con la sábana y su cuerpo quedó desplomado sobre aquel piso de gélidos pinches afilados. Creyó que moría, que la oscuridad se cerniría sobre él como una bandada de cuervos dispuestos a arrancarle los ojos infectados de sus cuencas.
Pero no.
La mano dulce de la muerte aún no estaba dispuesta a quitarle aquel dolor del cuerpo. Se arrastró hacia la pared, como si se tratara de una alimaña, e hizo lo que pudo para incorporarse. Cuando lo logró, buscó a tientas el interruptor que acabaría con ese mundo de tinieblas con tan solo mover un dedo. Antes de presionarlo, sus yemas rozaron el fino marco de metal. Otra vez las agujas.
Las luces resplandecieron como un sol en plena noche dentro de la habitación. Los ojos le ardían dentro de las cuencas y tuvo que cerrar los párpados para aplacar la quemazón. Al abrirlos nuevamente, notó una figura retorcida que se paseaba por la habitación. La sangre se volvió tan fría como el sudor que bañaba su frente. Aquello era un ser de luz y sombra al mismo tiempo, que parecía suspenderse en el aire y moverse de forma enredada con cada parpadeo. Tuvo que mirar al pasillo oscuro para calmar las palpitaciones. Cuando dirigió la mirada nuevamente en la habitación, la figura había desaparecido.
Se dio cuenta de que jadeaba y tenía la boca seca. La luz, aunque fuerte, parecía ya no quemar. Era ahora o nunca. Debía salir de la recamara y llegar hasta el cuarto de baño para poder volver a la cama lo antes posible. Con las rodillas convertidas en gelatina, arrastró los pies de a poco hasta verse envuelto en las sombras del pasillo. Cada músculo, cada articulación se había vuelto un engranaje oxidado que torturaba con extremo dolor ante el mínimo movimiento. Pero el agua… el agua era primordial. La pared fue un apoyo lacerante pero necesario. Uno, dos, tres, cuatro pasos y la puerta del baño aún parecía estar a kilómetros de distancia.
Era imposible.
Moriría. Moriría allí, sin ayuda ni socorro posible. Las cucarachas, atraídas por la única materia orgánica del lugar, harían un festín en sus entrañas utilizando los oídos y la garganta como autopista. Cayó de rodillas al suelo y notó que algo se quebraba. Cerró los ojos, llenos de lágrimas turbias e hirvientes mientras el jadeo continuaba.
De repente sintió una brisa. Era leve y tibia pero allí estaba, flotando en el ambiente. Abrió los ojos y la vio. La figura retorcida lo miraba desde un extremo del pasillo. Ahora lo sabía. Era la muerte que venía a llevárselo, a sacarlo de aquel universo de dolor perpetuo en el que había caído. Sus ojos se entrecerraban y la figura, que parecía observarlo, se mantenía estática a la distancia. Sintió que las últimas fuerzas lo abandonaban finalmente, así que cerró los ojos y se dejó llevar al mundo de los muertos.
Pasó un minuto. Luego otro. Y otro después de ese.
Nada.
Volvió a abrir los ojos infectados y lagañosos, queriendo comprobar qué había demorado tanto a la muerte. La figura había desaparecido nuevamente. Puso las manos sobre el suelo e hizo un descomunal esfuerzo por incorporarse. Sintió que los codos casi se le rompían antes de poder enderezarse y apoyar la espalda contra la pared, siempre mirando a donde había estado la misteriosa figura. Giró la cabeza y se fijó en el otro extremo del pasillo, pero tampoco había nadie allí. ¿Se le había dado otra oportunidad, quizás? Tal vez había alguna tarea que cumplir aún. Estaba intentando poner se pie cuando la vio, pero ésta había cambiado. Ahora era solo un rostro, horrible y deforme, que lo miraba fijamente desde arriba del ropero en el cuarto. Los ojos eran como grandes huecos negros y algo que parecían ser dientes humanos, castañeteaban con un sonido sordo. Las manos, si es que a esas extremidades amorfas se les podía llamar así, parecían fusionadas con la madera del mueble y goteaban espesas gotas escarlata.
La fuerza pareció volver por un instante, como si una ola súbita de adrenalina irrumpiera en el torrente sanguíneo, pero pronto se esfumó. Cualquier esfuerzo para incorporarse y huir hubiese sido inútil. Solo podía contemplar esa cosa horrorosa con ojos bien abiertos y la boca aún más seca que antes.
De pronto, el movimiento dental de aquel ser cesó. Brotó un gutural sonido escalofriante, a la vez que dos puntos blanquísimos se iluminaban espasmódicamente en las cuencas vacías. El ente comenzó a bajar del ropero estirando los miembros de forma aleatoria, como si cada una de sus articulaciones se agitara en el aire antes de encajar en su lugar. Aquel cloqueo no se detenía y parecía llenar cada uno de los rincones de la casa en penumbras. El sudor del hombre ahora bañaba la piel adolorida y la boca era ya un páramo quebrado y con pequeñas pústulas sangrientas brotando entre las grietas pequeñas. Estaba frente a una muerte segura, ante el fin de su existencia humana. Ahora la pesadilla se encontraba en el suelo, petrificada, emitiendo aquel cloqueo y con las pupilas blancas girando violentamente. En un momento, aquellas luces se quedaron quietas justo en el centro de las cuencas hendidas. Estático aún contra la pared y largando pequeños suspiros entrecortados por el horror, alcanzó a ver cómo una boca gigante y negra lo engullía.
Gentileza:
Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – ravagnani.lucio@gmail.com
Sé el primero en comentar en « Fiebre – Por:.Lic. Lucio Ravagnani Navarrete»