Si por alguna casualidad de la vida nos encontramos con alguien que asegura nunca haber pasado por una situación embarazosa, estaremos definitivamente frente a un mentiroso. El absurdo y la vergüenza son dos fantasmas que nos acechan desde que comenzamos a tener noción de nuestra propia identidad. Nos encuentran porque hay un otro que nos delata; que nos señala y revela nuestra posición. Somos el quiebre en la rigidez de un mundo ajeno que nos observa a la espera de ese error. Pero ante ese panoptico de seriedad que aguarda el momento de aniquilarlos con un juicio de risotadas y burlas, nosotros poseemos el aerosol negro de la indiferencia que cancela la cámara. Sucede que a veces creemos llevar la lata llena y, al momento de usarla, solo oímos un silbido débil y traidor.
Se me quedaron mirando entre sorprendidos y aterrados. Él con la mano extendida en un saludo interrumpido y ella con la sonrisa fosilizada en el rostro. En la puerta de su casa, en el metro y medio de separación que había entre nuestros cuerpos, una dilatación del tiempo congeló el cuadro en una repetición cíclica que recordaría por años.
La gente suele tener una que otra anécdota graciosa de cuando conoció a sus suegros. Cómo los llamaron por el nombre equivocado, cómo tropezaron y tiraron algo, cómo se les escapó un sonoro eructo mientras la familia oraba dando gracias por la comida de esa noche. Pero esta situación superaba cualquier otra que conociera. Acá no solo había metido la pata, sino que también había atacado, sin intención, las nuevas buenas costumbres. Incluso peor, había involuntariamente atentado contra la salud de aquella pareja desconocida que ahora me miraba con una mezcla de asco y decepción.
“¿Qué haces?” me dijo mi pareja cuando di ese paso que quebró la barrera invisible de la distancia. Su voz me detuvo en seco, como si sin que lo supiera obrara sobre mí un encantamiento activado por esas palabras. Miré mis zapatos lustrosísimos, uno más adelante que el otro, y luego lentamente hacia la puerta abierta y las personas bajo el marco. En la prolongación infinita de un tiempo relativo me transporté en recuerdos a un pasado lejano y borroso. Evoqué una realidad tomando cerveza del pico en la vereda mientras algún amigo me pedía que le pasara la botella. Amalgamado a eso, una colección de abrazos y besos transmitidos. Besos en la frente, en el cuello y en la boca. Abrazos de reencuentro, de despedida y de victorias conseguidas. Allí estaban las plazas, parques y patios repletos de gente disfrutando de un aire puro. Nada cubría su boca y nariz porque no había nada de que cubrirse. Ninguna muerte invisible llegaría sin pedir permiso y los obligaría a sucumbir entre la fiebre y al ahogo. ¡Qué rostros! ¡Qué caras completas sin resguardo! Aquel pasado, casi del todo borrado, inundó el valle de mis memorias y quebró las represas del olvido. Algo de todo aquello volvió de entre las sombras para traer esperanza o nostalgia. Quizás un poco de ambas, pero nadie podría decirlo con certeza. Eso lo perdimos hace mucho.
La distorsión temporal se contrajo sobre sí misma y yo seguía ahí, con un pie delante del otro y el cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante. Miré nuevamente los rostros y la sonrisa bajo las máscaras transparentes apenas me reconfortaron lo suficiente como para saber que aquel error podía ser perdonado. Llevé el pie adelantado para atrás y me paré derecho.
-¿Qué pasó, campeón? –la voz de mi suegro llegaba amortiguada pero clara. –¿Te invadió una vieja costumbre?
Mi suegra rio de manera forzada ante el comentario de su marido y dio medio paso atrás esperando que yo no lo notara. Solo pude reírme nervioso bajo mi mascarilla a la vez que sentía, perforante, la mirada de mi pareja sobre mi sien derecha.
-Bueno, pasen. No se preocupen por el calzado, se desinfecta automáticamente con la alfombrita de la puerta.
Dejé que ellos avanzaran unos metros antes de ingresar. La mirada que había estado quemando mi sien cruzó con la misma furia. “Ridículo”, decía. La dejé pasar también y finalmente entré a la casa. Pensé en esa palabra todo el trayecto hasta el comedor y todo el viaje de vuelta.
“Ridículo”
Eso había sido y así sería recordado desde ese momento. Alguien tan despistado que había metido la pata en un evento así de importante. Una persona que, sin pensarlo, había revivido una práctica de antaño tan despreciada como era el saludo con beso en la mejilla. Un ser, quizás el único en el mundo, que por una milésima de segundo se olvidó del virus. Un loco. Un anarquista. Un payaso.
A fin de cuentas, un absurdo.
Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete
EMAIL: ravagnani.lucio@gmail.com
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