¿Les ha pasado alguna vez ir caminando por la calle y notar algo particular en otro transeúnte? Es algo difícil de definir, no sabemos bien qué está llamando nuestra atención pero una fuerza irrefrenable nos obliga a seguir a esa persona con la mirada. Una señal de alarma natural nos indica que ese otro, que camina sin incumplir ninguna norma, posee algo que no concuerda con nuestra perspectiva de la realidad. ¿Es algo en su rostro? ¿Es algo en su ropa? ¿Es algo metacognitivo que no podemos terminar de comprender y por eso nos asusta? Quizás la respuesta sea más simple. Quizás solo estemos volviendo a nuestro yo más primal.
La gorra era lo más extraño. Al principio pensó en ella como un elemento para evadir la vigilancia constante de las cámaras dispuestas en cada esquina de la ciudad, pero después terminó por aceptarla por la particular sensación de comodidad que sentía cuando la llevaba puesta. Claro que, siendo aquel un día nublado, una gorra con visera podría llamar la atención y la tarea de esa jornada requería suma discreción. Decidió tomar el riesgo y llevarla como parte del atuendo. Era similar a la que usa la policía, quitando el logo de las Fuerzas del Orden. Negra, simple, algo más cuadrada que las prototípicas pero definitivamente adecuada.
Antes de salir se miró al espejo por última vez. La imagen de cuerpo entero que le devolvía la mirada desde el otro lado era él, por supuesto, pero no era él del todo. Las zapatillas deportivas negras y blancas habían desplazado a las botas a una segunda opción. Si las cosas no salían de acuerdo al plan, iba a tener que correr y un calzado adecuado era indispensable. Al principio, casi de forma automática, se había puesto un par de medias como los que usaba a diario para ir a trabajar. Pensó “bueno, esto también es una especie de trabajo”, pero no logró convencerse y las cambió por unos soquetes gastados de la época en la que solía jugar al fútbol en las canchitas. La elección del pantalón le había tenido en vela la noche anterior. Tenía que ser de color negro, eso era una obviedad, pero solo contaba con la pieza del ambo que había utilizado para el casamiento de su amigo de la infancia hacía ya un par de años. Si las zapatillas habían sido seleccionadas pensando en una posible calamidad, ese pantalón volvía a ponerlo en el casillero de salida. Rompiendo con el esquema mental que había desarrollado durante la semana, terminó cediendo ante unos jogging azul oscuro que encontró al fondo de un cajón y que ni se acordaba que tenía. “Preocupate por la cana y no por la policía de la moda, salame” se dijo a sí mismo después de casi ojear la prenda hasta gastarla con la mirada. La remera le daba lo mismo. En realidad no le daba lo mismo, porque quería llevar puesta una que le diera suerte. Esa que compró en el recital de Iron Maiden en Vélez o incluso la que tenía el día que se encontró cien pesos tirados en la vereda. Pero ninguna de las dos estaba en su ropero. Había buscado de forma frenética en todos lados hasta que se acordó que las había puesto para lavar hacía tres días y todavía estaban allí, en el cesto de mimbre del baño. Terminó eligiendo una al azar para no darle más vueltas al asunto y así evitar que su mente, ya bastante atormentada, elaborara una teoría de cómo el universo conspiraba en su contra. El buzo negro con capucha también lo había hecho dudar. “¿Gorra y capucha? ¿No será demasiado?” pensó la primera vez que se probó el conjunto. Era ese buzo o nada, porque los otros eran demasiado llamativos y tampoco combinaban con las zapatillas y los pantalones. Cuando terminó la inspección, miró detenidamente el estuche que sostenía en su mano derecha.
Le pesaba. Le pesaba no solamente su contenido, sino también la carga emocional que se había acumulado dentro con el paso los días.
Aquello lo sentía ajeno. Alienado de su esencia de simple laburante y lanzado hacía la vorágine de tomar las riendas de una situación que, sin suceder aún, ya lo excedía. “Si te echas para atrás ahora no vas a poder vivir con vos mismo.” Miró de nuevo el estuche y sus nudillos blancos por la fuerza de su mano apretando la manija. Dio una última mirada al espejo y salió.
Repasó mentalmente todos los pasos de su plan. “El quinto piso de un estacionamiento en la vereda de enfrente. Subís por la escalera sin mirar a nadie y sin decir ni una palabra. Llegas, armas el instrumento y esperás a que salga. El tipo es puntual, así que no vas a tener que aguardar demasiado. Vas a tener que ser preciso, así que concéntrate en los ejercicios de respiración. Apretás el gatillo, corroborás con la mira y te vas a la mierda.”
Salió por la puerta, puso dos vueltas de llave y se unió en la vereda al río de gente.
Gentileza: Lic. Lucio Ravagnani Navarrete – ravagnani.lucio@gmail.com
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