Washington.-Virginia Tech, Fort Hood, Tucson, Aurora, Newtown, y ahora también Washington, la capital del país.
Ayer, por lo menos 13 personas fueron asesinadas en un tiroteo en el centro naval conocido como Navy Yard, incluido uno de los sospechosos del ataque. Pero la cuota de víctimas podría aumentar.
Una nueva explosión de violencia. Esta vez, demasiado cerca de mi casa: el sábado pasado, fui con mis hijos en bicicleta hasta Navy Yard.
¿Cómo puede soportar este país otra matanza con armas de fuego, después de haber sufrido tantas? ¿Y por qué nos hemos permitido acostumbrarnos a este atroz derramamiento de sangre? Porque en eso se han convertido estas carnicerías: son prácticamente una rutina.
«¿Cuántos serán esta vez?», nos preguntamos mientras vemos trepar el contador de muertos y heridos en la pantalla de la televisión o en Twitter.
Hasta los que estaban dentro del Edificio 197, sede del Comando de Sistemas Navales, entendieron de inmediato lo que estaba pasando. Patricia Ward, que trabaja para la armada, iba camino a desayunar con dos amigas cuando oyeron el tiroteo.
Una de las amigas de Ward preguntó: «¿Eso no fue un disparo?». Pero la interrumpió el ruido de la balacera: «Bang, bang, bang, bang», dijo Ward.
«Ahí nos dimos cuenta y salimos corriendo», le dijo Ward al periodista Steve Hendrix, de The Washington Post.
En el Navy Yard trabajan más de 3000 personas. Es un complejo lleno de compañeros que hacen el trabajo de papeleo de la flota naval. Personas comunes con trabajos comunes, enfrentadas de pronto a una carnicería impensable.
Hemos pasado por esto tantas veces ya. Y cada vez nos preguntamos si éste será el tiroteo que nos haga despertar de nuestro sonambulismo.
No ocurrió tras la masacre de Virginia Tech, en 2007, cuando un estudiante armado desencadenó una tragedia que dejó 32 muertos y un tendal de heridos. Ni ocurrió tras el ataque de Fort Hood, en 2009, cuando un psiquiatra del ejército abrió fuego sobre decenas de soldados, matando a 13 e hiriendo a 30.
Tampoco ocurrió después del ataque de 2011 en Tuscon, donde perdió la vida un juez federal y sufrió daño cerebral irreversible la legisladora demócrata por Arizona Gabrielle Giffords. Ni tras la matanza más desoladora de todas: la que el año pasado se cobró la vida de 20 alumnos de la escuela primaria Sandy Hook, de Newtown, Connecticut.
Después de Newtown, nuestro letargo colectivo tardó un poco más en reinstalarse. Pero ni siquiera los ruegos de los devastados padres que perdieron a sus hijos pudieron hacer mella en la férrea oposición a poner restricción alguna a la venta de armas semiautomáticas.
Nuestro romance con toda forma de entretenimiento violento sigue siendo inconmovible. Todos los fines de semana, las películas violentas encabezan las preferencias de los espectadores. Los videojuegos violentos generan miles de millones de dólares en ventas por año.
Y la venta de armas, valga la redundancia, se ha disparado. El año pasado, los pedidos de verificación de antecedentes arañaron los 20 millones de solicitudes, un 20 por ciento más que el año anterior.
Pero en Estados Unidos la gente siempre tuvo armas, y los chicos siempre jugaron a juegos violentos, empezando por el poliladron.
El problema no es ése. Lo que está cambiando en este país es nuestra aceptación del modo en que está cambiando Estados Unidos.
Nuestra clase media está desapareciendo, la brecha de ingresos ha vuelto a ser como en la época del vasallaje, y ninguna de las personas responsables de la crisis económica global está en la cárcel.
¿Cómo es posible que nos hayamos acostumbrado tanto a los asesinatos en masa? Es lo mismo que nos hace pasar de largo frente a los mendigos en las esquinas y la misma armadura emocional que nos permite pasar sin inmutarnos frente a los veteranos de guerra con prótesis en las estaciones del subte.
Las matanzas con armas de fuego ya son algo tan norteamericano como la tarta de manzana y el béisbol. Y eso es casi tan desolador como el número de víctimas.
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