El texto de la escritora que forma parte de la antología «El Futuro después del Covid-19», un libro digital dirigido por el antropólogo Alejandro Grimson.
Ahora que las miro y las veo a las remeras digo tregua y pienso que no sabría a quién pedírsela: los que podrían darla no la dan nunca, esos siempre están en guerra, y el virus no entiende negociaciones tampoco. Tregua, digo, y voy a descolgar las remeras que voy a tener que volver a lavar, mañana, me digo también, y con la técnica del jabón blanco y el sol porque la lavandina matará al corona pero a algunas de las manchas de mis remeras ni siquiera las arañó: ahí están, llenas de sí, manchas manchadas, como si nada. En algunas reconozco las huellas embarradas de mis perros y en otras no reconozco nada más que el color oxidado. Ha de ser tierra también.
No tengo lavarropas y no importaba porque el lavadero del pueblo es bueno y barato y lo atiende una señora encantadora pero bueno, cuarentena. Y tierra. La tierra está yendo bien: ayer le di una palada a un montoncito que hay alrededor del pozo del compost y vi las lombrices ahí donde hasta hace un poco más de un mes no había nada más que suelo endurecido que no se abría más que para algún que otro pasto duro y ahora ellas tan vivas y anilladas, húmedas, del color del lodo, retorciéndose sobre sí mismas o hacia afuera, no sé; las cubrí inmediatamente. No sé de lombrices pero con solo mirarlas, tan húmedas, tan oscuras, tan parte carnosa de la tierra, se hace evidente que el sol no es lo de ellas. Y hay sol ahora: una de las pocas cosas que pude hacer desde que empezó la cuarentena fue podar algunas ramas de los ligustros que acá crecen y se comen todo, hacen bosquecitos, y en verano, en algún momento del verano, ya no recuerdo cuándo, está siendo tan largo este verano, cubren toda la tierra y todo el pasto con sus florcitas blancas, diminutas, como una nevada alegre y perfumada cubren todo. Pero al pozo del compost le creció un ramillete de cachorros de zapallos, los tallitos estirados hacia el sol, las hojitas cotiledóneas, redonditas, el gesto entusiasta y confiado de todo cachorro, los cachorros de zapallo tiernos hacia la luz.
Corté algunas ramas para no defraudar su confianza. Unas cuantas. Logré arrastrar, son pesadas, un par hasta el fondo. Las demás esperan que me haga un hueco en este tiempo para ser trasladadas y apiladas ahí al fondo donde las apilamos. Y las remeras tan blancas desde acá y tan quietas, se mueve solo lo liviano, las hojas del sauce, las de las cañas violetas, las remeras pesan, quieren caer al piso, entregarse a la gravedad, no soportar más la tensión de estar colgadas. Piden tregua y no hay porque no sé qué es lo que hay en este tiempo de suspensión: tengo la cabeza suspendida y queriendo caer hacia algún lado, pero sin saber, ¿qué centro de gravedad tenemos hoy, adónde caeríamos por nuestro propio peso, ¿cuál es nuestro propio peso?
Los animales extraños que somos no tenemos tregua. Tregua tienen las mariposas que se agitan en pequeñas bandadas acá, las abejas que volvieron y se sumergen oscuras en las bignonias rosas o se posan en las margaritas que crecen en arbustos, tregua tiene la liebre que se anima a deambular por el jardín, tregua tienen los pájaros que andan volando y a los saltitos, tregua tienen los perros que corren desatados o se dejan estar entre los yuyos al sol, las chicharras que chillan como locas de felicidad, los grillos que hacen lo suyo a canon y contracanon todas las noches y toda la noche.
Extraño las luciérnagas de la primera parte de este verano interminable, la delicia de verlas flotar como una alfombra mágica hecha de puntos sueltos, la pequeña congoja de verlas morir en el suelo, panza arriba, con la luz constante: las luciérnagas se mueren con la luz prendida, sin intermitencias, como si quisieran usarla toda antes de apagarse para siempre. A lo mejor quieren, quién podría saber qué quieren las luciérnagas. Qué quieren los animales. No sabemos. Arriesgo que en principio vivir su vida en paz, como casi todes nosotres. Pero para estos animales que somos no hay tregua, como no hay tregua para mis remeras blancas, para mi bandera sucia acá adelante, no hay tregua porque no las voy a dejar caer y apenas las descuelgue las voy a lavar otra vez. O a lo mejor no, a lo mejor pasan otros dos días amontonadas sobre una silla: va a llover. Como sea, ni las remeras ni nosotres tenemos tregua.
Las remeras, la ropa toda que tengo que lavar, me llevan a pensar la desnudez. Para mí sería más fácil, me gusta más bañarme que lavar ropa a mano pero están mis amigos vecinos y después de la lluvia va a hacer frío así que descarto la desnudez y lo que emerge en mi cabeza es Hans Christian Andersen y la colección de libros de Sigmar que me regalaron mis padres, mis padres eran trabajadores, no tenían libros, no tenían plata para nada que fuera suntuario pero vieron que a mí me gustaban y habrán ajustado por otro lado y me regalaron los libritos esos hermosos de tapa dura y dibujos que ahora puedo pensar relacionados con una estética del primer Disney.
De El traje nuevo del emperador me acuerdo, de cómo ese tirano amante de los suntuosos vestidos, amante de llevar puesto en el cuerpo todo el esplendor de su poder, de performarlo diríamos hoy, es engañado por unos estafadores que le prometen hacerle uno con una tela maravillosa que no podía ser vista por los necios ni por los que no merecían sus cargos y de cómo todes, por miedo a perder su trabajo o a ser objeto de la cólera del emperador, decían qué pieza única, qué tela maravillosa ahí donde no había nada y el emperador mismo, cuando supera el miedo de no ver la tela él tampoco, de no ser digno de su poder, va a ver el vestido y no ve nada pero festeja para que nadie sepa que es necio o que no merece su cargo y todes aplauden y le aconsejan al emperador que estrene el vestido en el próximo desfile, en la próxima puesta en escena del poder imperial, y el emperador acepta y acepta toda la ceremonia de ser vestido mirándose al espejo y viendo nada, solo su cuerpo desnudo, sin más atributos que el de cualquier hombre desnudo, y se dispuso a salir en su carruaje y salió y la gente gritaba qué traje tan magnífico, qué bordados exquisitos y aplaudía y en medio de los aplausos se escuchó a une niñe que gritó pero si el emperador está desnudo y, esto no lo dice el cuento o no recuerdo que lo diga, todes empezaron a reírse a las carcajadas y el emperador a intentar cubrirse y a gritarle a su cochero que se apure, que lo saque de ahí, que lo iba a colgar si no azuzaba a los caballos y el cochero que fingiría gritar y latiguear a los pobres animales pero sin hacerlo del todo bien porque ¿quién no quiere disfrutar un rato de la caída del tirano?
Y a lo mejor por eso, porque estamos viendo al tirano desnudo es que los días implosionan, estallan, se derrumban sobre sí mismos, se autofagocitan y nosotres así, suspendidos en un tiempo sin tregua, un tiempo que no sabemos bien de qué está hecho pero que no sigue el ritmo que nos ha conformado hasta ahora, un tiempo chicloso, viscoso, apelmazado, casi sin aire este tiempo lento y veloz, el tirano está en bolas, camaradas, ¿lo ven? ¿A qué nos han sometido para que vivamos conformes un mundo que no tiene más idea del futuro que la muerte?
Pensemos: ¿qué proyecta nuestra imaginación más que muerte y destrucción? En los aparatos donde nuestro imaginario se condensa, el cine, la literatura, el teatro, las series, ¿qué idea de futuro aparece? La hecatombe. Vivimos al borde de un futuro de muerte total, vivimos inmersos en la inminencia del desastre. Nos dicen que si salimos nos morimos. Pero si no salimos también, camaradas. Tres nenitos wichis se murieron de hambre este fin de semana, como murieron sus ancestros, víctimas del saqueo más atroz, del genocidio más incesante.
Vivimos sobre un cementerio y vamos, no como individuos sino como especie, a otro. Miles de viejos mueren descartados como mierda en el centro del mundo, ahí donde el dinero se junta pero no alcanza para salud pública. Una extinción masiva de especies está sucediendo en este mismo instante. Para algunas hay tregua. Para nosotres no. El tirano, este capitalismo tardío que no tiene afuera, no hay nada afuera de él ya, nos lleva a la muerte total, de todes, de todo. No lo permitamos. No nos entreguemos a una vida online que sea sencillamente una continuidad de lo mismo. Estamos quietos, aislados en un tiempo que se vuelca sobre sí mismo. Al fin y al cabo, es una forma de tregua. Sintamos. Pensemos. Digamos no. No lo hagamos si preferimos no hacerlo. Podemos dejarle a nuestres hijes y nietes un futuro, un tiempo para que la vida de elles tenga lugar y no sea en una roca muerta en la que tengan que pagar, si es que logran vivir, por el agua y el aire. El tirano está en bolas. Es un monstruo que se devora todo para seguir siendo. Que no sea. Telam
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