San Rafael, Mendoza miércoles 03 de diciembre de 2025

Un vuelo sobre entomología cultural – Por:. Beatriz Genchi

La presencia del insecto puede rastrearse prácticamente en la historia de todas las civilizaciones. Pero ciertamente es curiosa la manera en que han acompañado a los humanos también en un plano espiritual, en tantos lugares y tiempos distintos. Porque su presencia también se aboca a un plano menos científico, encontrándose en muchas mitologías, lo que implica a su vez que aparezca en la literatura y el arte.

Es el caso de la historia cultural de Japón, donde los ejemplos son abundantes: la aparición del insecto en el haikú, el arte pictórico (en particular en el sumi-e y el ukiyo-e), la narrativa y la animación tradicional.

Pero, esta presencia no solo se hizo fuerte en la poesía. Muchas veces, versos de métricas similares al haiku acompañaron pinturas de la época, desde los tiempos en que la técnica del sumi–e, proveniente de China, comenzó a tener adeptos en Japón. Entre motivos naturales, nuevamente el insecto vuelve a tener un rol fundamental, muchas veces acompañando composiciones visuales que se enfocan en el follaje natural o en animales, y otras también protagonizando la escena.

Vale mencionar que es difícil nombrar artistas particulares de sumi-e por la distancia temporal que significa, ya que hablamos de los primeros siglos de nuestro milenio, porque resultaría un poco errado; en aquellas circunstancias, y en el continente asiático, el trabajo artístico tenía otros significados y fines, frente a los cuales poco importaba el éxito o la “carrera” del artista. Producto de ello, muchas de estas pinturas figuran con autoría anónima. Mejor sugerir lo que, a un simple vistazo, cualquiera puede apreciar y luego imaginar. De este modo, el insecto, una criatura en aquel entonces tan misteriosa, con muchas características imposibles de estudiar sin herramientas más avanzadas, se dejó ver como el modelo perfecto.

Sin embargo, esta variante pictórica no fue la única que dio preponderancia al insecto como ser digno de atención, ni tampoco fue única la forma de acercarse a él que presentan los haikus mencionados. Un ejemplo de claro contraste a estas maneras es lo que hizo Kitagawa Utamaro (1753 – 1806) en su “Libro de los insectos” (1788). Utamaro, famoso por pintar en el estilo ukiyo-e (en específico por pintar Bijin-ga o “imágenes de mujeres bonitas”), grabados en madera reproducidos en lo que se conocía como “estampas del mundo flotante”, mezcló en este libro ilustraciones de insectos y plantas acompañadas por composiciones poéticas del estilo kyoka, subgénero temático del tanka que se define por su ironía o sátira. Frente a sus bellas composiciones visuales, los poemas nos alejan de esta idealización de la belleza natural; los versos tratan también las molestias cotidianas que ocasionan algunos insectos que todos conocemos; picaduras ocasionales de tijeretas, mosquitos que no dejan dormir, moscas con un zumbido insoportable, etc. Este caso termina por confirmar una especie de aceptación del insecto por la cultura japonesa, ya que, aún detallados sus aspectos desagradables, no llegan a ser demonizados, como suele pasar en la actualidad en la cultura popular, lo que ha tenido sus frutos en el inconsciente colectivo, donde el temor y el asco hacia los insectos es lo más común.

Occidente propició paulatinamente esta situación, dándole rienda suelta a este temor en la pantalla grande durante el siglo XX, con una sucesión realmente numerosa de películas donde los insectos son monstruos que quieren exterminar a los humanos. “El mundo en peligro” (1954), ¡Tarántula! (1955), “El monstruo alado” (1957), o “El escorpión negro” (1957) son algunas de ellas, la mayoría filmadas por directores estadounidenses en el marco de la industria de Hollywood.

No recalco estas diferencias como una forma de hacer notar una postura negativa o una positiva, sino como una que da cuenta de un ser vivo aceptándolo en su cultura, abriéndole las puertas, por decirlo de alguna manera, en el diario vivir, y otra que le da cabida por medio de la negación. Su imagen igualmente está presente, pero juzgada de antemano. Y esto es importante, porque es una constante en ciertos aspectos rutinarios. Basta recordar uno de los libros de ensayo japoneses más famosos, “Elogio de la sombra” (1933), un manifiesto estético de Junichiro Tanizaki, donde desde otra vereda podemos apreciar qué tan lejana es la forma de apreciar ciertas cosas desde ambas latitudes. Y de nuevo, se puede convocar la comparación anterior; Occidente desplaza lo que en Japón es parte de un todo, desde algo tan básico como la sombra, con todas sus connotaciones.

Nos quedamos, entonces, en el siglo XX. El mismo siglo donde escritores como Yasunari Kawabata y Kenzaburo Oé dieron a conocer su obra, el primero por completo y el segundo en su inicio y desarrollo. ¿Por qué los menciono? Porque si habláramos en términos de “reputación” internacional, ambos serían los escritores más “importantes” de Japón, los únicos en recibir el Nobel de Literatura en aquel país. Y quienes vienen a confirmar el trato a los insectos que venimos mencionando.

Kawabata, apegado a la sensibilidad clásica, cada vez que menciona algún mosquito u otro insecto volador lo hace con suma delicadeza, incluso si lo hace para relatar sus muertes, como en una escena de “País de nieve” (1957), cuando una mujer aplasta un mosquito contra su cuello. Con su atención a la belleza de las cosas frágiles, es un heredero de la bruma del haiku, imbuido de una sutilidad que hizo tan especial su estilo.

Oé, por su parte, algo más tosco, atento a los vericuetos interiores de sus personajes, por lo general, atormentados por el exterior, replica estos sentimientos cuando hace que estos interactúen con insectos (y con animales, en general). En varios de sus libros los insectos son parte esencial de la rutina de sus personajes, y sus muertes provocan profundas evocaciones. Por dar un par de ejemplos, un niño en “La presa” (1957) relaciona el olor de un escarabajo reventado con el de carne humana quemándose, lo que le hace pensar en la idea de la muerte, con gravedad. Y en “El grito silencioso” (1967), un hombre aplasta una mosca contra su pierna, que se adhiere a su pijama. Con la crudeza que le caracteriza, Oé describe lo que el personaje siente en sus dedos. La viscosidad de esa pequeña muerte, y cómo esta pareciera colarse hacia el interior de aquel hombre. Hacia su mente y sus sentimientos.

Me gustaría terminar con un último ejemplo, que vuelve a juntar palabras e imágenes. Me refiero a los elementos que componen el arte de la animación, y en especial al director japonés más renombrado en lo que a películas de este estilo se refiere: Hayao Miyazaki (1941). Con una sensibilidad muy cercana también a la naturaleza, en más de una película Miyazaki ha dado importancia a estos pequeños seres. Pero en esta ocasión solo me referiré a su segunda película: “Nausicaa del Valle del Viento” (1984). No tan exitosa en su momento como las que le sucedieron, esta película trata en clave ficcional de un mundo apocalíptico en donde los pocos humanos que aún viven lo hacen con el miedo de ser engullidos por un bosque contaminado que arrastra todo a su paso, y en donde moran insectos gigantes.

La postura de Nausicaa solo se basa en su capacidad de abrirse a lo distinto, de percibirlo en su distinción, desde niña. Es una cuestión de tiempo, y ganas. Y en esto, llegamos a chocar con los ritmos que manejan nuestra época, lamentablemente. Poca gente tiene la posibilidad de sentarse, darse un respiro y mirar a su alrededor. Si no es por necesidad, lo será por el condicionamiento constante de los medios en rededor, que abogan por todo, pero menos por un instante a solas, fomentando una verdadera conexión con lo que nos rodea. Un ejemplo claro de esta postura en los medios masivos lo supuso la primera distribución de la película en Occidente, desde Estados Unidos. Recortada en al menos media hora, se le quitó todo trasfondo, fue traducida como “Guerreros del Viento” y se redujo a una historia de buenos contra malos, se cambiaron los nombres, y los insectos, de hecho, ya no eran insectos: ahora solo se trataba de humanos contra monstruos que no tenían lógica alguna. Esto, porque la película era “muy lenta”. Si no hay tiempo de sentarse a mirar una película en su totalidad, menos lo habrá para sentarse en el jardín y observar quiénes lo habitan, parecen decirnos.

Fuera de los que han sido planteados en este artículo, los ejemplos de conexión entre los insectos y la cultura japonesa llegan a ser mucho más abundantes, tanto en la literatura como en la pintura y otras artes quizá más jóvenes en el país, pero no por eso menos importantes. Milenariamente, Japón ha sido un país que protege y hereda su cultura artística, y aún si pensamos en el último siglo, tan agitado, lleno de cambios y catástrofes, las nuevas generaciones encuentran sus propias maneras para mantener esta constante.

Mucha de la información recabada en este texto fue extraída del blog “Japón, cultura y arte”, de Javier Vives.  Si estuvieran interesados en seguir el tema de “entomología cultural” que a mi particularmente me resulta atractivo, y también pueden seguirlo en la publicación Entomología cultural. Primera eclecsis (2016), de José Luis Navarrete-Heredia, que es bastante completa, didáctica y diversa al respecto.

Gentileza:

Beatriz Genchi

Museóloga – Gestora cultural.

bgenchi50@gmail.com

Puerto Madryn – Chubut.

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