San Rafael, Mendoza lunes 18 de agosto de 2025

Dilema de Darwin ¿Casarse o permanecer soltero? – Por:. Beatriz Genchi

Charles Darwin empezó a formular sus ideas sobre la selección natural en 1838, analizando las observaciones que hizo particularmente en Sudamérica en su viaje alrededor del mundo a bordo del buque de investigación científica HMS Beagle.

Por ese entonces también se convirtió en secretario de la Sociedad Geológica de Londres, un cargo que conllevaba importantes responsabilidades, y presentó varios estudios importantes, mientras adelantaba otras investigaciones. En medio de toda esa actividad, ese año, un asunto más personal ocupaba sus pensamientos. ¿Cuán conveniente era tener una compañera de vida? ¿Cuál sería el posible impacto del matrimonio en su vida y obra?

En abril, garabateó unas notas en lápiz en las que mencionaba los beneficios de vivir solo y las limitaciones que implicaría no hacerlo. En julio, volvió al tema pero esa vez de una manera más acorde a una de las mentes científicas más ordenadas del siglo XIX: el naturalista de 29 años hizo dos listas para resolver esa importante cuestión.

Bajo el encabezado «Casarse», apuntó las siguientes ventajas con una honestidad brutal:

Niños (si Dios quiere).

Compañera constante (y amiga en la vejez) que se interesará en uno.

Objeto para ser amado y con quien jugar (mejor que un perro de todos modos).

Hogar y alguien que cuide la casa.

Los encantos de la música y la charla femenina.

Y luego reflexionó: «Estas cosas son buenas para la salud, pero una terrible pérdida de tiempo. Dios mío, es intolerable pensar en pasarse la vida entera, como una abeja castrada, trabajando, trabajando, y nada después de todo», continuó. «No, no lo haré».

Entonces, comparó dos escenarios: «Imagínese vivir todo el día solitario en una casa sucia de Londres. Imagínese una esposa agradable y suave en un sofá, con una buena chimenea, y libros y música tal vez».

Pasó entonces a la lista de «No casarse» y de nuevo apostó por la franqueza:

Libertad para ir a donde uno quiera.

Elegir si socializar y poder hacerlo poco.

Conversación de hombres inteligentes en clubes.

No estar obligado a visitar a familiares y a doblegarse por cada nimiedad.

Evitar los gastos y la ansiedad de los niños (quizás peleas).

Pérdida de tiempo.

No poder leer por las tardes.

Gordura y ociosidad.

Ansiedad y responsabilidad.

Menos dinero para libros, etc.

Si se tienen muchos hijos, se obliga a ganarse el pan (es muy malo para la salud trabajar demasiado).

Quizás a mi esposa no le guste Londres; entonces la sentencia es el destierro y la degradación a ser un tonto indolente y ocioso.

A pesar de que la lista de contras es más larga, al parecer la de pros tenía más peso, pues concluyó: «Cásate QED» (abreviación de Quod erat demonstrandum, una locución latina que significa «lo que se quería demostrar»).

Tras llegar a una conclusión, Darwin empezó con nuevas preguntas: «Habiéndose demostrado necesario casarse, ¿cuándo? ¿Pronto o más tarde?». Le habían aconsejado hacerlo pronto, pues entre más joven, «el carácter es más flexible, los sentimientos más vivos y si uno no se casa pronto, se pierde mucha felicidad pura».

Cuando parecía que se estaba echando para atrás, sin embargo, cambió el tono: «Anímate. No se puede vivir esta vida solitaria, con una vejez aturdida, sin amigos, con frío y sin hijos». A lo que agregaba: «No te preocupes, confía en el azar. Hay muchos esclavos felices».

El 11 de noviembre escribiría jubiloso en su diario: «¡El día de los días!». Estaba celebrando que su prima Emma Wedgwood había aceptado su propuesta de matrimonio. Aunque el «sí» de Emma era motivo de alegría, no era inesperado. Los Darwin y Wedgwood habían estado unidos por varias generaciones de matrimonios. Emma era la elección lógica para Charles y ambas partes, y sus familias, coincidieron en que serían la pareja perfecta. Sin embargo, a Emma la propuesta la tomó por sorpresa, pues, aunque ella «sabía cuánto le gustaba» Charles, pensaba que él sólo la veía como una prima más. Pero si hubiera considerado la posibilidad y hecho las mismas listas sobre la conveniencia de casarse o no con Charles, las de ella habrían sido distintas, como señala Helen Lewis, en la serie «Grandes Esposas» de la BBC.

Soltera, no habría tenido ninguno de los consuelos al alcance de su primo.

Nada de vuelos en globo ni viajes solitarios a Gales.

Para una mujer, en esa época, al menos en papel, tener marido era definitivamente mejor que tener un perro.

Dadas las circunstancias, ser la gran esposa de un gran hombre era una elección racional.

Mejor que un perro

Seis meses después, Emma y Charles Darwin se casaron.

Forjaron lazos afectivos profundos, tuvieron diez hijos, una vida familiar cálida y permanecieron juntos hasta la muerte de Darwin, en 1882. Durante esos 43 años, Emma no solo copiaba y ponía en limpio los escritos de su esposo, sino que también usó su habilidad con los idiomas para traducirle e informarle sobre avances científicos. Además, evitó que se derrumbara bajo el peso de su muy precaria salud y la angustia mental de ver a sus hijos sufrir ―uno tras otro con una regularidad abrumadora― enfermedades hereditarias y otras contagiosas.

Creó el mundo sin fisuras que hizo posible la obra de Darwin, ocupándose de tantos detalles que habrían hecho interminable la lista de ventajas de tenerla a su lado. Así podía fluir sin percances la rutina del naturalista descripta por uno de sus hijos: a las 7:00 am desayunaba solo, a las 7:45 am trabajaba hasta el mediodía, y luego de una caminata rápida por el jardín, almorzaba con su familia.

Terminados sus trabajos intelectuales del día, le pedía a Emma que le leyera una novela u otra obra literaria; luego otro paseo, algunos trámites y después, de 6:00 pm a 7:30 pm, Emma volvía a leerle antes de cenar.

Todo lo que él quisiera se le proporcionaba a su gusto. Tener un gran cónyuge significaba libertad para continuar con el trabajo sin distraerse con las interminables y aburridas tareas que constituyen la vida. Y pocas personas han gozado de condiciones más perfectas para la labor intelectual que los caballeros autores, científicos y artistas del siglo XIX y principios del XX.

Para los genios, tener un cónyuge era invaluable, y hubo casos “anómalos”, como los de la escritora Virginia Woolf y la poeta Edna St. Vincent Millay, en los que fueron sus maridos los que se ocuparon de lo diario para que ellas pudieran brillar.

Podían realizarla sin interrupciones, excepto la llegada de tazas de café o té, o la aparición casi mágica de comidas a la mesa.

¡Y ya saben, el resto es evolución!

Gentileza:

Beatriz Genchi

Museóloga – Gestora cultural.

bgenchi50@gmail.com

Puerto Madryn – Chubut.

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