“Gilgamesh… ¿a dónde te apresuras?
No encontrarás jamás la vida que buscas.
Cuando los dioses crearon al hombre,
asignaron la muerte al hombre,
pero la vida la reservaron para sí mismos.”
Con estas palabras, hace 4.000 años, Utnapishtim el inmortal, interrogaba al rey de Uruk, quien buscaba el secreto de la inmortalidad. Búsqueda y sentencia que retoma Borges en “El Inmortal”:
“Desde los días de antaño no hubo permanencia;
los que descansan y los muertos qué iguales son.
¿No componen la misma imagen de la muerte el plebeyo y el noble,
cuando se hallan próximos a su destino?”
Comienzo este escrito con palabras más sabias y bellas que las que soy capaz de escribir y me reservo el derecho de aportar breves reflexiones. En el párrafo anterior destaco la vana búsqueda de la inmortalidad que ambos autores señalan.
También resulta interesante cómo imaginan ambos la morada de los inmortales. En Gilgamesh se lee:
“Voy a ir donde Utnapishtim, el hijo de Ubar-Tutu, aquel que fue acogido entre los dioses y que mora lejos, en los confines del mundo.
Su morada está al borde de las aguas, allí donde el sol se levanta, donde ningún ser humano ha pisado.”
“Esa región está al final del mundo, más allá de las Montañas de Mashu, que guardan la salida del sol, custodiadas por seres escorpión, cuya mirada es muerte.”
Mientras tanto, Borges presenta una geografía muy distinta:
“El país era llano, las piedras del suelo —escasas— estaban cubiertas por una pátina amarilla, y no había árboles.””
“Las ruinas no parecían obra de hombres; el estilo no se parecía a ningún estilo conocido y las proporciones carecían de sentido.”
Al desenredarme por fin de esa pesadilla, me vi tirado y maniatado en un oblongo nicho de piedra, no mayor que una sepultura común, superficialmente excavado en el agrio declive de una montaña. Los lados eran húmedos, antes pulidos por el tiempo que por la industria… Al pie de la montaña se dilataba sin rumor un arroyo impuro, entorpecido por escombros y arena… Un centenar de nichos irregulares, análogos al mío, surcaban la montaña y el valle…”
Estas descripciones remiten a un paraíso (o mejor al nirvana) y a un infierno respectivamente. Tienen en común la lejanía e inaccesibilidad de los mismos, ya que para llegar a ellos se debe llegar al fin del mundo y de las propias fuerzas.
También resulta interesante cómo imaginan ambos a los inmortales. En Gilgamesh:
“Cuando te veo, Utnapishtim, tu apariencia no es distinta de la mía; tú también eres humano. Yo pensaba encontrarte como a un héroe armado para el combate, pero te hallo en reposo, como uno cualquiera.”
Y en Borges:
“En la arena había pozos de poca hondura; de esos mezquinos agujeros (y de los nichos) emergían hombres de piel gris, de barba negligente, desnudos. Creí reconocerlos: pertenecían a la estirpe bestial de los trogloditas, que infestan las riberas del Golfo Arábigo y las grutas etiópicas; no me maravillé de que no hablaran y dé que devoraran serpientes.”
“El cuerpo era un sumiso animal doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño, de un poco de agua y de una piltrafa de carne.”
“No sabían hablar, o no querían. Sus ojos eran vacíos, sin inteligencia ni deseo.”
“Dormían en madrigueras, como animales, y se arrastraban más que caminaban.”
Ambos escritos describen una vida monótona en la que reina el hastío. Borges expone el sinsentido de esa vida al descubrir la identidad de Argos:
“Argos balbuceó estas palabras: Argos, perro de Ulises. Y después, también sin mirarme: Este perro tirado en el estiércol.
Le pregunté qué sabía de la Odisea. Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.” Es troglodita era Homero.
El personaje del cuento de Borges alcanza la inmortalidad y descubre lo destructiva que esta resulta
“No hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada puede ocurrir una sola vez, nada es precioso, porque todo es repetido. Lo elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.”
“Entre los Inmortales cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que lo precedieron…”
“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. (…) Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.”
Más el protagonista de “El Inmortal” no se rinde a la eternidad:
“Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas la borren… nos propusimos descubrir ese río.”
Borges describe en deliciosas frases la belleza de la vida, el sentido que a esta le da su finitud y la necesidad de llenar de propósito nuestra existencia. Trascender es la única inmortalidad que podemos alcanzar.
“Así, la vida cobra significado en su límite; es la conciencia de la finitud la que nos impulsa a actuar, a sentir, a crear.”
“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. (…) Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso.”
“La mortalidad es la condición que hace posible la esperanza, el deseo y el cambio.”
Finalmente regreso a Gilgamesh para que él, desde la sabiduría que dan los milenios, nos aconseje sobre cómo afrontar cada día y cada proyecto:
“Ahora tú, Gilgamesh, sacia tu vientre con lo bueno.
Sé feliz día y noche,
conviértelo todo en una fiesta,
danza y disfruta bajo el mismo cielo.
Que tu ropa esté reluciente,
báñate con agua, limpia tu cabeza.
Atiende al pequeño que te toma de la mano,
que tu mujer se regocije en tu abrazo,
porque esta también es la suerte del hombre mortal.”
Gentileza; Rogelio López Guillemain – fidias1967@gmail.com





