Hubo un tiempo en el que Paris Match sentenciaba: “La moda italiana no existe. Solo existe Biki”. Y aunque el semanal galo se pasaba un tanto… Si, que acertaba respecto de la valía de una mujer que hoy, sin embargo, ha sido casi olvidada.
Elvira Leonardi Boyeure, Biki, fue artífice de uno de los grandes mitos de todos los tiempos. Ese mito era María Callas, la Divina, su mayor creación.
Una mujer que ha sido y será también un epítome de sofisticación más allá de tener una voz privilegiada y de una vida cuyos infortunios y tristezas crecían al mismo ritmo que sus éxitos. Y eso fue única y exclusivamente obra de Biki.
Se encontró un patito feo y, en su taller de via San’Andrea en Milán, obró el milagro: la convirtió en cisne.
Maria Callas tuvo que reconciliarse con su cuerpo antes que consigo misma, si es que algún día lo logró, y pudo vivir fuera de los escenarios manteniendo el equilibrio de la misma manera con la que, cuando se abría el telón, se convertía en la mejor funambulista sobre el alambre y sin red. Porque si bien María Callas estaba obsesionada con la perfección, su cuerpo distaba muchísimo de seguir las normas de lo bello. Y sálvese decir que Hollywood era una máquina de estrellas perfectas y el body positive era aún ciencia ficción… Y a todo esto, Callas vivió una adolescencia muy compleja marcada por las comparaciones continuas con su hermana —espigadamente americana—, mientras que ella respondía a un estereotipo —cómico— de mujer griega: más de cien kilos de mediterraneidad en una estatura de un metro setenta y tres. A eso, sumámos rasgos excesivamente grandes en una cara excesivamente angulosa. En definitiva, su aspecto no reflejaba sus aspiraciones y ese conflicto entre lo que era y lo que le gustaría ser marcaría sus primeros años de carrera.
Hacer de que aquella griega ‘malvestida’, grandona y sin gracia, una misteriosa cariátide, tan seductora como una sirena y tan altiva como una Diana cazadora. Debía gustar —y gustarse a sí misma—. Lo primero, lo consiguió; lo segundo… Es harina de otro costal. Pero fue gracias a una experta que supo ver en ella el qué y el cómo para realzar aquellos rasgos mediterráneos lo que años después llevaría a Pasolini a descubrir a su Medea. Como Miguel Ángel ante un bloque de piedra, tenía que ver la figura antes de esculpirla para, después, sacar a la luz la obra de arte a golpe de balanza primero y, aguja, después. Elvira Leonardi Bouyeure fue quien lo hizo. Mejor dicho ‘Biki’, como pasó a la posteridad. Un apodo con el que la llamaba su abuelastro, el compositor Giacomo Puccini y que era fruto de la transformación del diminutivo ‘Bicchi’, ‘traviesa’, que la ‘ch’ en italiano suena fonéticamente a ‘k’ en el resto de lenguas.
Milán era ese lugar que, una vez conquistado, te abre todas las demás puertas. De París a Londres pasando por Nápoles, Viena o Venecia. Pero nadie dijo que la Scala fuera fácil. Y Callas nunca se caracterizó por ir a lo seguro. Las dos mujeres, Callas y Biki, se encontraron de manera fortuita —al menos para Biki— en uno de los salones milaneses más elegantes de la época, la casa de Arturo Toscanini. Corría el invierno de 1951. “Nunca había visto a una mujer peor vestida. Era desastrosa, una sciuretta (jovencita) gigantesca a la que le encantaba llevarlo todo a juego. Los zapatos iban a juego con el bolso, preferiblemente de charol brillante. En una cena como aquella se presentó con un enorme sombrero de terciopelo en la cabeza, con pendientes con pinzas de plástico y, por si fuera poco, llevaba un par de zapatos negros de charol…” contó Biki sobre su primer encuentro. “Nadie le había enseñado que una dama no debía llevar sombrero de ala después de las cinco de la tarde y que los zapatos de charol debían estar prohibidos en su armario. Nunca imaginé que yo la vestiría algún día”.
Pocos días después del fatídico encuentro, el entonces marido de la soprano, Giovanni Battista Meneghini (no vamos a entrar en más consideraciones, ya hay más de una película para hacerlo), se presentó en el atelier para pedirle encarecidamente que se rehiciera el vestuario de aquella Callas desconocida. Biki lo vio como un reto. Y, al igual que Pigmalión (o el profesor Higgins de My Fair Lady) decidió hacer de aquella Venus de Willendorf una Venus de Milo. Contó con la ayuda de su yerno Alain Reynaud, antiguo ayudante del estilista francés Jacques Fath, marido de su hija Roberta y… sí, el restyling de la Callas fue total. Desde clases de nutrición a sesiones de dicción, de declamación, de buenas formas, pasarela o colorimetría. Callas era capaz de hacer cualquier cosa para hacer olvidar aquella crítica incendiaria y destructiva que decía más o menos así: «Imposible distinguir entre las patas de los elefantes del escenario y las piernas de la Aida interpretada por María Callas».
Pero, ¿de dónde sale Biki? En 1933, Biki se hizo famosa con sus piezas de lencería. Entre sus clientes estaba por ejemplo Gabriele D’Annunzio que encargaba para sus numerosas amantes prendas interiores que imaginaba en sus sueños, como un camisón que se convertía en prenda estrella de su Maison, cortado al bies en refinado satén de seda y encaje francés. Pero no fue esta amistad intelectual la que la introdujo en la alta sociedad milanesa, sino que ella ya la frecuentaba por familia. “En los años treinta, tenía agitada vida social, jugaba al bridge, al Singapur (un juego de moda), viajaba a menudo a París, hacía cruceros en transatlánticos, lo mismo que hacían las hijas de otras grandes familias milanesas de la época. “Pero, a diferencia de ellas, yo diseñaba mi propia ropa y mis amigas esperaban recibir mis consejos” aclaraba. Y entre sus amigas y clientas estaban desde Alida Valli (primera musa de Hitchcock e italiana, obviamente) a la reina Maria José di Savoia.
Biki sacó a la luz lo que hoy se llama chic milanés, por su capacidad innata para absorber el charme française y adaptarlo al pragmatismo sobrio y elegante de la capital lombarda de manera que incluso antes del nacimiento del prêt-à-porter Made in Italy (el de Giorgio Armani, Valentino, Missoni, Etro o Krizia, por citar sólo algunos ejemplos) ella dio a sus modelos una sofisticación atemporal atrevida y rabiosamente moderna que sigue siendo el leitmotiv de la moda italiana.
Con Callas, Biki apostó por la sencillez. Mejor dicho, por las estructuras arquitectónica y aparentemente sencillas. Moldeó su cuerpo como si fuera una obra de arte. Primero dieta y luego, con todo lo que tenía a su alcance: una paleta de colores que iban del turquesa al verde esmeralda pasando el blanco, negro y el azul marino para looks urbanos; un maquillaje marcado por un atrevido delineador negro y sombra de ojos azul; y, como complementos, sombreros de ala ancha y turbantes, guantes largos y bolsos mínimos, satén para la noche y faldas longuette de corte lápiz y chaquetas ceñidas para el día. ¿Pelo? Recogido, demasiada pasión para llevar el pelo suelto…. Por eso, en las fotografías emblemáticas de la Callas, desde las tomadas por Richard Avedon o las que le robaban del brazo de Aristóteles Onassis, el outfit de la Callas es una declaración de intenciones, pensada, estudiada, casi esculpida en piedra. Continua…
Gentielza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.





