Hoy les quiero contar de lo impactante que fue para mi haber conocido a Don José de San Martín, porque más allá de esa fama tan bien ganada que él tenía como militar, la cual ya era bastante prodigiosa para admirarlo; yo recuerdo esa tarde de domingo en “El Rancho la Esperanza” como un día clave para mi vida.
En aquel entonces era una adolescente sin mayores expectativas que crecer junto a mis padres al servicio de doña Francisca, cuando uno nace pobre se conforma con ganar el sustento diario para vivir medianamente una vida digna. En mi caso, apenas pude recibir unas lecciones de lengua y matemáticas que la hija de doña Francisca, doña Estelita, nos daba algunas veces en el mes según el tiempo del que disponía.
Confieso que esos días eran los mejores que recuerdo de mi infancia; ya que la joven señorita se esmeraba en su trato paciente con nosotros y a mí me fascinaba volver al cuarto que compartíamos con mis padres, y contarles en la cena, las cosas nuevas que ese día habíamos aprendido con nuestra improvisada maestra. A propósito recuerdo, que justo el lunes siguiente de la visita del General al Rancho, le avisaron a mi madre que junto a los otros chicos debíamos ir a la sala grande del galpón principal, porque doña Estelita nos iba a impartir unas clases de escritura. Me acuerdo, que me apuré en terminar de inmediato con las tareas domésticas, para alistarme y estar a horario con el cuaderno de hojas vetustas que con delicadez y esmero la maestra nos había preparado para anotar las tareas. Esto era así, porque el papel era costoso por aquel entonces, por ello la buena señorita conseguía del correo algunas tiradas de papel de encomiendas, que con astucia ella recortaba y nos distribuía en parte iguales. En fin, ese día el tema de la clase era “La dignidad”.
Así que me puse a escribir y lo hice pensando en Don José de San Martín, porque sus palabras me inspiraron, era tan elocuente su discurso, tan vivaz su mirada puesta en lo alto, tan contagiosa su manera de servir al prójimo y tan desinteresado su proceder ciudadano, que comprendí que la dignidad era eso: un estilo de vida coherente, una sonrisa espontanea, un apretón de mano comprometido y lo más importante un ser cuyo proceder iba de la mano con su forma de pensar.
Cuando llegué a mi casa, les leí a mis padres lo que había escrito; “la dignidad son esos hombres y mujeres que hacen las cosas bien no solo en público, sino también en privado”
Mi madre se emocionó luego de oírme y mi padre me contó que San Martín, también era padre y que, por su labor militar, casi no podía disfrutar de ver crecer a su pequeña hija Mercedita, pero que según le habían contado siempre que tomaba un descanso en algún fuerte o campamento, se tomaba un tiempo para enviarle una epístola a su pequeña niña.
Esa noche me acosté pensando qué lindo sería tener un padre que, a pesar de todas sus ocupaciones, tuviera un tiempo para escribirle unas palabras significativas a su hija.
Profesora Maris Rodríguez