El esfuerzo realizado entre 1814 y 1817 por estos hombres y sus peones para transportar a Mendoza todo lo necesario para poner en pie un ejército de cuatro mil hombres es poco conocido
Comienza a ocultarse el sol cuando la tropa hace un alto a la vera del río cuyo cauce aún crecido será eficaz contrafuerte esa noche cubriendo uno de los flancos. Ya se han desuncido los bueyes y las carretas forman un amplio círculo, tanto que se encenderán dos fogatas que arderán hasta el amanecer tan pronto útiles para dar calor a los centinelas de guardia y a los gauchos carreteros como para ahuyentar a los animales salvajes.
La vigilancia nocturna resulta imprescindible en una zona en que abundan grupos indios dispuestos al asalto y la carga que conducen amerita la prudencia. Las rondas han sido organizadas por Alonso, el más respetado de todo el conjunto. Alonso es el capataz de don Francisco Delgado, cuyas carretas forman parte del grupo junto con las de don Julián Álvarez, las de Bernardino Morales, Ventura Videla, Manuel Peralta y Manuel Lemos, todos carreteros porteños cuyas tropas prestan servicios entre Buenos Aires, el Tucumán y Cuyo.
El detalle de los elementos que partían desde Buenos Aires a Cuyo permite tener una idea clara de lo que significaba. De todo se llevaba estricto control antes de la partida y lo propio se hacía en el cuartel general del Plumerillo. Hay constancias de los reclamos por faltantes o roturas, pero su número es poco significativo, lo que nos permite deducir el cuidado que se ponía en el transporte, pero también la experiencia que poseían tanto los carreteros como los peones y propietarios de carretas. El amanecer encontraba a los hombres mateando y preparándose para la nueva jornada. Antes de uncir nuevamente los bueyes se descargan las carretas para poder cruzar el cauce del río. En esta parte del camino real, por las actuales tierras del país, no existían muchas otras barreras geográficas. Eran los ríos, especialmente en épocas de lluvias los que presentaban la mayor dificultad.
Troperos
Los troperos estaban familiarizados con los vados -todavía los conocen bien nuestras gentes de campo- pero pasar a la otra orilla significaba acondicionar la carga en pequeñas canoas o bien en balsas, mientras la boyada y la caballada lo hacían a nado, guiados por un tropero munido de una pértiga. Las carretas, liberadas de su peso y sostenidas en parte por las balsas, flotaban sin dificultad, siempre que no fuera época de lluvias. Algunas veces la tropa quedaba acampada en la orilla del río, hasta que bajase la creciente. De la habilidad con que peones y carreteros acomodaban la carga de cada carreta dependía después la rapidez con que descargarían y volverían a cargar los transportes cada vez que fuera necesario.
Barriles de pólvora, cajones con armas, tarros con medicamentos, fardos con uniformes, zurrones con balas, sin faltar maderas, alguna maza -centro de las ruedas- y algún eje, en previsión de alguna rotura en medio de la travesía. Todo ello da cuenta tanto de las habilidades de los esforzados carreteros como de los problemas con los que podían encontrarse en el camino.
Durante tres años muchos carreteros porteños prestaron servicios de transporte para aprovisionar al Ejército de los Andes. Rescatar los nombres de algunos de ellos es rendir un justo homenaje a tantos cuya contribución ha permanecido en el anonimato.