Ahora que la salud mental se ha convertido en uno de los principales temas de interés y que los centros asistenciales públicos están mayoritariamente colapsados, quizá sea útil recordar qué factores han demostrado capacidad de protección en el desarrollo de los trastornos mentales. Apostar por la prevención es una medida totalmente complementaria a invertir adecuadamente en una red asistencial de calidad, especialmente dirigida a los pacientes más vulnerables con trastorno mental grave.
Empezando por lo básico, lo primero es entender que nuestro prodigioso mundo mental es una propiedad emergente de un órgano biológico llamado cerebro, esa masa gelatinosa de apenas kilo y medio que, como dice el reconocido neurólogo Vilayanur Ramachandran, “es capaz de contemplar el sentido del infinito y puede contemplarse a sí misma contemplando el sentido del infinito”.
Y a veces pienso que también tiene que ver con la desquiciada polarización política, espoleada radiofónicamente a primera hora de la mañana, cuando a los oyentes les faltan un par de horas de descanso. Cuidar el cuerpo es también cuidar el cerebro. La nutrición y los hábitos de vida (evitar el sedentarismo, hacer ejercicio, no fumar) conducen a una buena salud física y aparecen también como protectores de enfermedad de Alzheimer o depresión, por ejemplo.
Algunos factores que nos protegen o confieren riesgo de patología mental aparecen antes de nacer. La correcta nutrición de la mujer embarazada, su protección contra las infecciones, el rechazo total a consumir tóxicos durante este periodo o el parto en las mejores condiciones posibles aparecen en los estudios como importantes factores a largo plazo en la vida del niño. Pero, como señaló el pionero John Bowlby —el psicoanalista que mejor ha resistido al auge de la neurociencia—, el vínculo seguro, cercano y mantenido entre la madre (o el padre) y el bebé es la principal protección para la salud mental. A través de la experiencia de apego, el niño aprende a comprender la mente propia y ajena, a confiar en los demás y a interaccionar de forma saludable. Por el contrario, los abusos físicos, sexuales o emocionales en la infancia aumentan por 4 el riesgo de desarrollar psicosis, conducta suicida o por 11 el riesgo de consumir sustancias ilícitas en la vida adulta. Por tanto, hay dos medidas preventivas a nuestro alcance: una, permitir que la decisiva experiencia íntima de la crianza pueda prolongarse en el primer año de vida (no solo cuatro meses); y dos, reducir las tasas de abuso infantil con una mayor protección a la infancia. La vigilancia y persecución de los pederastas debería incrementarse sensiblemente.
El bullying y la adversidad social son dos factores que aparecen en la mayoría de los estudios, con sus reversos protectores: el ambiente escolar saludable e inclusivo, y las adecuadas políticas de reequilibrio y protección social. En el arduo objetivo de desarrollar un proyecto vital, son igualmente importantes los determinantes sociales (condiciones laborales, salario, vivienda) como la capacidad de resiliencia o adaptación a la adversidad. Estar en el paro o no llegar a fin de mes, afectan a la salud mental, cómo no. Y apelar en estos casos a la resiliencia individual del sujeto parece en cierta medida culparle de su desgracia, y exigirle que acepte y se adapte a una realidad injusta. Pero apostar toda la comprensión del malestar psíquico a lo social es parcial y engañoso. Con esos parámetros uno diría que en las sociedades escandinavas, que tienen un Estado del Bienestar que da gloria verlo, la salud mental debe ser formidable, pero la realidad indica que la tasa de suicidio de Suecia o Finlandia triplica o cuadruplica la de Madrid, por ejemplo. Por otro lado, la idealización de la meritocracia es injusta porque efectivamente no partimos todos de las mismas condiciones; pero su opuesto, la supresión de los conceptos de mérito y voluntad individual, manda un peligroso mensaje externalizador, que no favorece la aventura personal, la innovación y el esfuerzo. Quizá sea mejor fomentar en los adolescentes tres rasgos que se han asociado con bienestar emocional a largo plazo: sentido de agencia o autoeficacia, tolerancia a la frustración y desarrollo de un propósito vital (de forma compatible con razonables políticas de equilibrio social).
Los estudios empíricos esbozan el retrato del sujeto resiliente: de naturaleza optimista, perseverante, amable con el entorno, capaz de reevaluar continuamente sus creencias y regular sus afectos, que afronta activamente el estrés y tiende a sentir emociones positivas (si lo conozco, te lo presento enseguida). Utiliza el humor, medita y busca el apoyo social cuando lo necesita, no es hostil ni rabioso (no es hater ni troll), se siente comprometido con lo que hace, le da sentido y aborda desafíos. Pero los estudios indican que la resiliencia de esa fantástica persona se sustenta en su sentido de pertenencia a un grupo, sea el que sea, en tener un determinado rol en una célula social más amplia (su familia, grupo de amigos, equipo, peña, parroquia, logia…). Muestra gratitud y compasión, y se siente capaz de cambiar las cosas. Tendremos que ser resilientes para afrontar esta crisis de la salud mental. La prevención es posible y quizá sea más rentable que esperar a tratar la patología.
Fuente:https://elpais.com/salud-y-bienestar/2024-02-28/que-nos-protege-de-desarrollar-un-trastorno-mental.html
Sé el primero en comentar en «¿Qué nos protege de desarrollar un trastorno mental?»