El proyecto abrió la puerta para que la infraestructura sea financiada por privados y crea un régimen propio con estabilidad; le da lugar a nuevos concesionarios y genera una renegociación de las relaciones actuales
Así como la frase “no hay plata” se convirtió en un latiguillo del presidente Javier Milei ni bien asumió, en campaña bien podría seleccionarse una más que popularizó en su camino a la Casa Rosada: “Se acabó la obra pública”. Con el proyecto de ley que ingresó al Congreso, empezó a tomar cuerpo este postulado.
Hay varios capítulos que se son aplicables. En principio, los contratos que actualmente están en ejecución. Para ellos se viene una renegociación. Justamente, en el artículo 33 se establece que el Poder Ejecutivo nacional podrá disponer “por razones de emergencia la renegociación o en su caso rescisión de los contratos de cualquier tipo que generen obligaciones a cargo del Estado, celebrados con anterioridad al 10 de diciembre de 2023 por cualquier órgano o ente descentralizado de la Administración Pública Nacional”.
Los constructores saben que deberán pasar por la ventanilla para tener un panorama más o menos claro: cada proyecto se va a estudiar y esto generará, irremediablemente, un impacto fuerte en el sector.
Para lo nuevo hay dos caminos. El primero, la concesión; el segundo, un nuevo sistema que se llama Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones (RIGI) por el cual “se otorgará a los titulares y/u operadores de grandes inversiones en proyectos nuevos o ampliaciones de existentes que adhieran a dicho régimen, los incentivos, la certidumbre, la seguridad jurídica y la protección eficientes de los derechos adquiridos a su amparo”. Es decir, un nuevo régimen jurídico propio que intenta entregar certidumbres a largo plazo. Algo a sí como seguridad jurídica y marco regulatorio estable, pero por ley y no por aplicación de la historia del país.
Además, regresa un viejo instrumento que nunca funcionó, pero que tuvo vigencia para la presentación de iniciativas privadas que, al momento de la entrega del proyecto, concurren con alguna ventaja a la licitación por ser los iniciadores.
Hay un artículo de vital importancia, sobre todo después del colapso de las concesiones de la década del 90 con la crisis de 2001 y 2002: “Durante todo el plazo de vigencia de los contratos de concesión de obra pública que celebre la Administración deberá garantizar la intangibilidad de la ecuación económico-financiera tenida en cuenta al momento de su perfeccionamiento. Si se planteara una situación de distorsión de la misma por causas no imputables a ninguna de las partes contratantes las mismas estarán facultadas para renegociar el contrato para alcanzar su recomposición o convenir su extinción de común acuerdo por un plazo a establecerse por vía reglamentaria”.
Para este tipo de contratos también es necesario el largo plazo, con lo que se establecen condiciones de respeto a los compromisos iniciales, además de un sistemas de resolución de controversias donde habrá un panel de técnicos que deberán terciar en el asunto. En caso de que prosiga el asunto, se conformará un tribunal arbitral.
Finalmente, un capítulo para las concesiones actuales. Para los contratos de concesión de obra pública que, a la fecha de sanción de la ley, tengan el plazo vencido y con cuestiones litigiosas pendientes, se abre una instancia para que el concesionario notifique a la Administración para someter las divergencias contractuales pendientes al mecanismo de solución de controversias previsto para los nuevos proyectos. “Dentro del plazo que establezca la reglamentación, dichas controversias podrán ser objeto de transacción en el marco de la Secretaría competente en razón de la materia”. Es decir, una gran mesa de renegociación de concesiones actuales entre las que podrían caer, claro está, las centrales hidroeléctricas de la Cuenca del río Limay.
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