Alfredo Sábat
El cuarto kirchnerismo comienza a ilusionarse con la “informalidad próspera”, donde el trabajo informal y el mercado en negro llenan bares y teatros
La inflación del viernes y las elecciones provinciales del domingo amplían el ancho de banda de la incertidumbre argentina. La realidad se empeña en abrir signos de preguntas. Ahora, el oficialismo kirchnerista cree ver la luz al final del túnel, a pesar de todo. ¿O será que está viendo por el espejo retrovisor y pierde de vista el tren que viene de frente?
El triunfo de los oficialismos peronistas en Salta, San Juan, La Pampa y Tierra del Fuego reabrió esperanzas interpretativas en el kirchnerismo justo cuando más lo necesitaba, después del 8,4% de inflación que estalló en las manos del ministro de Economía, Sergio Massa, el viernes pasado. El resultado electoral le permitió a Massa, incluso, sobrar la situación. Como el que mira con displicencia el hundimiento desde la cubierta del Titanic, a dos días de la mala noticia de la inflación, Massa se permitió exhibir en público una chicana compinche y, para felicitar a su socio político, el gobernador de Salta, Gustavo Sáenz, que renovó su mandato, tuiteó: “Está claro que sos mejor gobernador que cantante”.
No sólo esos triunfos alientan la reaparición de esperanzas en el gobierno en el plano nacional. Además de las elecciones provinciales, en el oficialismo ahora se debate si la realidad es mejor que lo que se pensaba y si una economía en negro que llena bares y recitales y hace explotar el turismo de los feriados largos no es mejor indicador de la situación y de las posibilidades electorales que lo que muestran las encuestas. Además del 35 por ciento de informalidad tradicional de los asalariados más pobres, ahora el kirchnerismo pone foco en lo que el economista Claudio Scaletta denomina “informalidad próspera”.
Se da en los barrios de Palermo, pero también en las ferias populares. Con el nuevo concepto, la hermenéutica del cuarto kirchnerismo se despega de una economía en crisis. Al contrario, empieza a ver vigor económico donde el análisis económico racional ve precariedad macro. El problema, sigue el argumento kirchnerista, es que la estadística del Indec no logra capturar el fenómeno.
Hay una conjunción de hechos y tendencias que hace pensar que la crisis que atraviesa la Argentina es terminal y 2024 equivaldrá a una vuelta de página. La alternancia fallida de Cambiemos en 2019, el agotamiento de la solución kirchnerista en esta cuarta presidencia y el surgimiento de una tercera fuerza que promete un “que se vayan todos”, otra vez, hablan de un cambio de época. La llegada de un cambio de régimen conceptual político económico que desbloquee a la Argentina, estancada, arrinconada por una visión del mundo que se agotó rápido, hace tiempo, el kirchnerismo. Y otra que no logró tomar vuelo, la coalición opositora que hoy es Juntos por el Cambio, que quiere volver para completar su obra.
Sin embargo, en los últimos días, sobre todo desde las elecciones en La Rioja y más desde el último domingo, el oficialismo se deja llevar por la idea de que la crisis no es tan grande como el pesimismo de las encuestas lo muestra. Y los triunfos electorales del domingo serían un indicio de que la gente no lo está pasando tan mal como en 2001, o en la híper de Alfonsín.
La esperanza quizás sea anticipada. Está claro que los oficialismos peronistas se volvieron endémicos. La alternancia política no ha sido nunca un signo de los tiempos en las provincias argentinas desde el regreso de la democracia.
Cuando la Argentina volvió a la senda de la democracia, en 1983, no había ni una sola provincia con reelección de gobernador. Cuarenta años después, 18 provincias tienen reelección por uno o dos mandatos y tres provincias tienen reelección indefinida de sus gobernadores: Santa Cruz, Catamarca y Formosa, tres oficialismos peronistas dueños de la eternización en el poder. En uno y otro caso, los resultados electorales en las provincias vienen mostrando más continuidades que disrupciones.
Ni en 1999, cuando el peronismo perdió la elección presidencial, Misiones dejó de estar gobernada por el Partido Justicialista. Lo mismo Entre Ríos, Santa Fe, Corrientes, Jujuy, Salta, La Pampa, San Luis y, por supuesto, Formosa, donde gobierna el peronismo desde 1983. Es más, en Córdoba, ese año de derrota nacional del peronismo fue el año en que Juan Manuel de la Sota desplazó al radicalismo en el gobierno de la provincia, que sigue en manos peronistas.
Por eso, hacer cálculos en base a resultados provinciales y proyectar un futuro de triunfo para el gobierno nacional es osado. No se cumplió en 1999 con Menem. Ni tampoco con CFK en 2015, cuando el panorama era malo pero no tanto como ahora. Algunos gobernadores renovaron. En otros casos, se dio alternancia con la UCR, como en Jujuy, o con Pro, como en la provincia de Buenos Aires.
Lo que está más claro es que esa falta de alternancia en el panperonismo provincial sí es un indicador de un estancamiento de la oposición de Juntos por el Cambio que no ha logrado correr el límite de lo posible. La oposición al kirchnerismo se organizó y armó un partido competitivo en la ciudad de Buenos Aires, Pro. Pero la alianza de Pro con la UCR y la Coalición Cívica no logró convertirse en una alternativa real de poder en el interior del país.
La avanzada territorial de Milei también se viene mostrando limitada. Tampoco se le puede pedir tanto a una fuerza que nació ayer pero lo magro de su performance provincial contrasta con el ímpetu retórico que sale de las fauces del león.
Los resultados provinciales llegaron para subrayar otra lectura que se impone en el oficialismo. La idea de que nos va mal porque no está yendo bien: que la Argentina no estalla y los bares y recitales están llenos porque el trabajo informal y la circulación de dinero en el mercado negro se abre camino y lleva oxígeno a la sociedad. Una realidad paralela que, según el kirchnerismo, las estadísticas oficiales de pobreza no logran captar. Pero que se avizoran detrás del 6% de desocupación.
A fines de abril, la portavoz Gabriela Cerruti fue una de las primeras en decirlo: “Fui a cenar al centro y al teatro, y en la calle no se podía caminar. No es la imagen de un país en crisis”. La exposición más clara de este nuevo ideario la hizo el economista heterodoxo Eduardo Crespo, desde Brasil, en Twitter la semana pasada. Ese argumento es algo que viene señalando la activista, identificada con el peronismo, Mayra Arena, que sostiene que en los barrios hay un empleo informal que la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) no capta del todo. El presidente Alberto Fernández está entre los más entusiastas de esta versión de la realidad. Las elecciones provinciales y esta nueva idea son la nueva plataforma de la esperanza de Fernandez, que se esfuerza en ver en cada dato de la realidad un signo de su legado histórico.
Expertos en estadísticas refutan esa línea de argumentación: las estadísticas oficiales captan la informalidad. Reconocen la complejidad de esa tarea. Subrayan que es un desafío histórico de la estadística oficial. Destacan que la estadística capta mejor la informalidad en los sectores más empobrecidos y se vuelve más escurridiza la informalidad de los sectores más altos. Pero que, aún así, hay mecanismos para acercarse aunque sea indirectamente a esos fenómenos. Y aunque hubiera un crecimiento en la subdeclaración de ingresos, alentado por el cepo y el tipo de cambio intervenido, no sería tan significativo como para alterar el tamaño total de la economía.
Tampoco queda claro que la existencia de ese fenómeno permita sacar conclusiones positivas para una gestión de gobierno como la actual. “Decir que esta crisis no es tan mala porque la de 2001-2002 fue peor no es un argumento muy razonable”, plantea el exdirector del Indec y doctor en Economía por la Universidad de Cambridge, Luis Beccaria. En 2002, la pobreza llegó al 60% y el desempleo al 25 por ciento. Pero, precisa Beccaria, el problema de la crisis actual son las distorsiones macroeconómicas que no se están corrigiendo, y que no pesaban en aquellos años.
La “informalidad próspera”, además, supone que la pobreza sigue intacta pero con un agravante, que aumenta la desigualdad porque la economía en negro de mayores ingresos que podría estar beneficiándose, por ejemplo, con la exportación de servicios del conocimiento, se da en la cúspide de la pirámide social, no en todo el entramado social.
A Massa también le convienen esa lectura. Que a pesar de la inflación, los votantes del kirchnerismo se dejen seducir por “la informalidad propia” como el oxígeno que puede servirle de argumento para convertirse en el candidato único del kirchnerismo.
Máximo Kirchner tiene una mirada más negativa de los indicadores. Un desempleo bajísimo, de apenas el 6 por ciento, con una pobreza del 40 por ciento le grita en la cara, según la interpretación que él mismo señaló en público, que el cuarto kirchnerismo produjo un nuevo espécimen: el de los trabajadores registrados pobres. La épica de la economía en negro causa rechazo en un kirchnerismo que quiere tomar distancia del gobierno de Alberto Fernández.
Sin embargo, también desde el Instituto Patria se dejan llevar por la euforia post elecciones provinciales y se renueva mágicamente la esperanza de que Cristina Kirchner diga finalmente sí a una candidatura presidencial. Eso sería reconocerle a Alberto Fernández su interpretación de que la vida económica bulle bajo lo que parece ser una crisis.
Esa nueva autopercepción del kirchnerismo se suma a un sentido común con que el kirchnerismo concibe la economía. Después del déficit no es un problema; después de la emisión no produce inflación; después de la deuda en pesos es mejor que la deuda en dólares, es la hora de la Argentina en negro como buena noticia y factor de triunfo con el que se ilusiona el gobierno. El tren de frente puede ser la respuesta a una certeza engañosa.
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