Nuevos y exóticos alimentos para los españoles, que alternaban un hambre atroz con suculentos banquetes.
Cuando el descubridor Cristóbal Colón mostró en Barcelona a los Reyes Católicos su primer cargamento ultramarino, en abril del año 1493, sus consejeros se convencieron de que aquel Nuevo Mundo ignoto contenía oro suficiente para pagar la hazaña de su descubrimiento y ocupación, y abundantes provisiones para alimentar a las mesnadas conquistadoras.
El genovés ofreció un vistoso espectáculo a la corte, poniendo a los pies de los monarcas la cornucopia americana repleta de frutos exóticos y rodeados de indios desnudos y papagayos chillones. No tuvieron ninguna duda los geógrafos castellanos al proclamar que la rica flora y fauna creadas por Dios en aquel mundo aún sin nombre permitirían sustentar con prodigalidad a los españoles, y que también llegarían a Europa para gran beneficio de sus gentes.
Colón encendió en sus coetáneos la codicia del oro tanto como el apetito por los alimentos transatlánticos, a pesar de la rareza de sus gustos y formas. Pero cuando las primeras vanguardias de la conquista hubieron de cruzar montañas peladas y desiertos poblados sólo por reptiles, la imaginada exuberancia alimentaria se convirtió en un espejismo. Las despensas incas y aztecas tampoco se les abrieron con la generosidad prometida, así que la desesperación por encontrar algo que llevar a la boca mató la curiosidad y el gusto culinario.
Los hidalgos y gañanes mesetarios, acostumbrados a engullir legumbres y carnes de corral y pocilga, pronto tuvieron que padecer el gusto amargo de la nueva tierra prometida. Las calamidades de la aventura española transoceánica comenzaban en las naves de las expediciones descubridoras. Aquellas largas navegaciones atravesaban mares desmedidos y bordeaban costas desoladas, de modo que a veces la falta de alimento era extrema.
Así lo refiere el cronista Pigaffeta, que participó en la primera circunvalación de la Tierra, culminada en 1522 y dirigida por Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano: “El miércoles 28 de noviembre de 1520 nos desencajonamos de aquel estrecho [de Magallanes], sumiéndonos en el mar Pacífico. Estuvimos tres meses sin probar clase alguna de viandas frescas. Comíamos galleta: ni galleta ya, sino su polvo, con los gusanos a puñados, porque lo mejor habíanselo comido ellos; olía endiabladamente a orines de rata. Y bebíamos agua amarillenta, putrefacta ya de muchos días, completando nuestra alimentación los cellos [aros] de cuero de buey, que en la cofa del palo mayor protegían del roce a las jarcias; pieles más que endurecidas por el sol, la lluvia y el viento. Poniéndolas al remojo del mar cuatro o cinco días y después un poco sobre las brasas, se comían no mal; mejor que el serrín, que tampoco despreciábamos. Las ratas se vendían a medio ducado la pieza”.
Esa penuria raramente se presentaba en las flotas atlánticas, que comunicaban la península Ibérica con las Indias, y que en Sevilla se surtían de bizcochos, harina, vino, aceite, tocino, quesos, frutos secos y legumbres que resistían bien la travesía; los animales vivos (vacas y ovejas) proveían la carne necesaria.
A veces, el hambre era la consecuencia de un naufragio. Así le sucedió, por ejemplo, a Pánfilo de Narváez cuando en 1528 concluía de forma dramática su accidentado periplo de conquista por Florida. Zozobró la flota, se pudrieron el bizcocho y el tocino, los españoles desollaron y se comieron los caballos y un puñado de náufragos llegó por milagro cerca de la desembocadura del río Grande. Allí comenzaron su trágica aventura Álvar Núñez Cabeza de Vaca y cinco cristianos hambrientos, esclavos de los indios: recorrieron 4.000 kilómetros a través del desierto mexicano comiendo tunas, alacranes, serpientes y hasta tierra… En otras ocasiones, el ayuno era el compañero inseparable de los conquistadores que se adentraban en territorio desconocido y, con frecuencia, hostil.
Durante su campaña contra el Imperio azteca, Hernán Cortés resistió mejor que otros conquistadores las acometidas del hambre, gracias, en no poca medida, al pillaje al que sus hombres se entregaron sin contemplaciones, como refiere Bernal Díaz del Castillo: “Hallamos cuatro casas llenas de maíz y muchos fríjoles, y sobre treinta gallinas y melones de la tierra, que se dicen en estas tierras ayotes”. En su avance, los españoles no hicieron ascos a animales cuya vista “es bien asquerosa pues parecen puros lagartos de España”; son las iguanas, con “hechura de sierpes chicas, pero muy buenas de comer”.
Gentileza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
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