A principios del siglo II d.C., el poeta Juvenal lamentaba la triste imagen que daba el pueblo de Roma, al que veía como una multitud de parásitos que se limitaban a obedecer el capricho de los emperadores. “¿Qué hace esta turba de los hijos de Remo? […] Desde hace tiempo, exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos en el circo”. Con esta célebre expresión, “pan y circo”, panem et circenses, se refería Juvenal a las dos maneras que tenían los emperadores de Roma de mantener al pueblo en calma: los espectáculos de gladiadores y las carreras de carros (dos espectáculos que se dice, antecesores de los carnavales), que absorbían la atención de los romanos como hoy el fútbol, y el pan que repartían gratis entre una gran parte de la población.
Desde siempre, una de las funciones de las autoridades romanas fue el aprovisionamiento de cereal, la llamada annona, como se denominaba el producto de las cosechas y el cereal almacenado en los graneros. Esta tarea se hizo más compleja conforme aumentó la población de la ciudad de Roma, que en época de Augusto llegó a superar el millón de habitantes. Ante el declive de la agricultura cerealera en los campos de Italia, el trigo tuvo que importarse de diversas regiones del Mediterráneo como Sicilia, la provincia de África (Túnez y el este de Argelia) o Egipto.
El abastecimiento de grano se hacía por vía marítima. Los armadores privados, llamados naviculari, llevaban los cargamentos de trigo desde Alejandría o Cartago hasta el puerto de Ostia, en la desembocadura del Tíber.
En circunstancias normales, los comerciantes privados bastaban para garantizar el suministro de Roma. Pero un año de malas cosechas podía provocar una situación de escasez y de aumento de los precios del cereal, con el peligro de que se extendiera el descontento entre el pueblo e incluso estallaran alteraciones o motines. Una crisis de este tipo podía producirse en cualquier momento.
Particular importancia tenía garantizar la subsistencia del ejército apostado en Roma, que en cualquier momento podía encabezar una conspiración contra el emperador de turno.
Fue así como, que con el objetivo de garantizar la paz social, las autoridades romanas pusieron en marcha un sistema de reparto de trigo entre los ciudadanos. Al principio, la intervención se limitó a rebajar su precio pero luego de barato paso a regalado. Por ejemplo, en el año 202 a.C. el trigo enviado desde la provincia de África por Escipión fue distribuido en Roma a mitad del precio normal. Estos eran repartos puntuales, de los que a veces se encargaban ciudadanos particulares que por algún motivo deseaban ganar popularidad entre la población.
Fue unas décadas más tarde cuando se instituyó un sistema de distribución regular de trigo a los ciudadanos por parte del Estado. En 123 a.C., Cayo Sempronio Graco, dentro de su programa de reformas favorables a la plebe, hizo aprobar una ley, la llamada lex Sempronia frumentaria, por la que los ciudadanos que lo solicitasen recibirían una cierta cantidad de trigo a un precio reducido. Por primera vez en la historia de Roma, una ley regulaba las distribuciones de trigo a la población ciudadana con cargo al erario público.
Aunque bajo la dictadura de Sila, favorable a los patricios, se abolieron los repartos, en el año 73 a.C. una nueva ley restableció el sistema de Graco. En 58 a.C. otra disposición, la lex Clodia frumentaria, impuso el reparto gratuito de trigo entre el pueblo.
Las leyes frumentarias estaban dirigidas a varones padres de familia, ciudadanos que no descendieran de esclavos y cuyo patrimonio, tal como constaba en el censo, no superara un determinado límite. Por tanto, quedaban excluidos los esclavos, los libertos, los extranjeros y, obviamente, los miembros de la nobleza y de los estratos más ricos de la sociedad, que obtenían el cereal de sus propias fincas o lo compraban en el mercado.
Eso significa que en la plebe frumentaria, que era como se denominaba a los beneficiarios del reparto gratuito de trigo, se incluían no sólo los indigentes sin empleo fijo, sino también ciudadanos con un nivel de renta modesto que vivían de un oficio o un pequeño negocio. De hecho, la annona no era considerada como una limosna que daba el Estado a los pobres de solemnidad, sino como un derecho que todo ciudadano romano podía reclamar.
Las autoridades inscribían el nombre de los beneficiarios de la annona en tablillas de bronce, se fijaba un día al mes para el reparto y éste se hacía en un lugar específico del Campo de Marte: el Porticus Minutia Frumentaria, en la actual Via delle Botteghe Oscure. Los beneficiarios acudían con un certificado, la tessera annonaria, y recibían 35 kilos de cereal, que era el equivalente al consumo de dos personas, lo que parece indicar que la annona no era suficiente para garantizar la alimentación mensual de una familia. Las autoridades crearon toda una burocracia para organizar la distribución del cereal. Al frente se encontraba el prefecto de la annona, y a sus órdenes operaban los centuriones de la annona y los procuradores de la annona.
El aliciente de comer gratis propició toda clase de fraudes y abusos, de modo que el número de beneficiarios no dejó de aumentar. Incluso había patricios que se inscribieron en la lista. Para corregir estos excesos, Julio César redujo el máximo de beneficiarios de 320.000 a 150.000, y estableció que al fallecimiento de cada uno de ellos se hiciera un sorteo para reemplazarlo. Augusto pensó en abolir los repartos, porque creía que éstos favorecían el abandono de las tierras para emigrar a Roma y vivir allí a costa del Estado, pero lo único que pudo hacer fue limitar los beneficiarios a 200.000. Desde entonces, los emperadores hicieron del reparto de trigo gratuito el mejor instrumento para mantener la paz social en Roma.
Con el tiempo, al agravarse la crisis económica, la annona se convirtió en tabla de salvación de las clases desfavorecidas y de los gobernantes para manejar la plebe. Fue así como a finales del siglo III los emperadores, además de mejorar el sistema de aprovisionamiento, empezaron a repartir no harina, sino pan cocido en grandes hornos industriales, además de aceite, carne de cerdo y vino a un precio rebajado.
Y siempre habrá: prefectos, centuriones y procuradores…
Gentileza:
Beatriz Genchi
Museóloga-Gestora Cultural-Artista Plástica.
Puerto Madryn – Chubut.
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